domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo XIII


    ¿Venis de Wyckynlo? — preguntó sin más.

    ¿Y a ti que te importa? — contestó el niño.

    Ian, callate — replicó su hermana zarandeandole.

 

El rubio miró a sus compañeros y todos rieron. El tabernero que se había dado cuenta del asunto se decidió a intervenir.

 

    ¿Desean algo?

    Una cerveza. Voy a sentarme en esta mesa — dijo el extraño al tiempo que apartaba una silla y tomaba asiento.

 

Sus orejas estaban perforadas por varias argollas plateadas que se movian con cada movimiento de su cabeza. Era en verdad un hombre extraño aunque Sinead empezó a percibir un toque familiar en su rostro.

 

    Entonces qué, ¿venis de allí o no? — inquirió de nuevo.

    Dejad a los niños, son unos harapientos que esperan a su abuelo para comer algo — dijo el tabernero mientras dejaba la jarra sobre la mesa.

    Ha dicho que te llamas Ian, ese nombre es gaelico. Seguro que vienes de Erin — comentó el hombre sin hacer caso al tabernero.

    ¿Quién lo pregunta? — se oyó una voz desde la puerta y al unisono los compinches del rubio se giraron para ver.

 

Allí estaba Ardrid empuñando la espada. Los niños suspiraron aliviados aun cuando el temblor que les invadia aún no había desaparecido. Los norteños se abrieron a un lado y el cabecilla que permanecia sentado en la silla de espaldas a la puerta sonrió.

 

    Ardrid, Ardrid, Ardrid. ¿Desde cuando encargan a un zorro viejo cuidar de los polluelos?

    Ejnar. ¿Cómo nos has encontrado? — dijo el viejo bajando el arma.

 

Ian no entendia nada pero Sinead recordó al hombre que, siendo más pequeña, había ido a su granja a llevar las cenizas de aquella otra persona unos años atrás.

 

    Supe lo del Jarl y cuando llegamos a la granja no estabais. No fue dificil encontrar las pistas que nos han traido hasta aquí. Un viejo acompañado de un niño y una jovencita por los puertos del sur no son muy comunes. Supimos que veniais hasta Lundenwic y os hemos estado esperando. Supongo que Flintan debe saber ya que andais por aquí.

    Nos ibamos a embarcar enseguida en un viejo knorr que hay en el puerto y al cual hemos pagado para llevarnos a Yorvik — dijo Ardrid bajando la voz.

    Ya no es seguro. Seguidme.

 

En aquel momento llegó la tabernera con una jarra de leche cubierta por un lienzo.

 

    No hasta que se hayan tomado esta jarra de leche — dijo golpeando la mesa con la vasija.

    No tenemos tiempo que perder — señaló Ejnar poniendo la mano en el hombro de Ardrid.

    No tardarán nada y les vendrá bien si tienen que seguir viajando — repuso de nuevo la mujer. — Y no hay más que hablar.

 

La mujerona estaba acostumbrada a decidir a su antojo y a que se cumpliese su voluntad. No era momento tampoco de formar un escandalo que atrajese miradas peligrosas. Esperaron por tanto a que los niños almorzasen y después de que la mujer les preparara algunas viandas para el camino se marcharon. Ejnar había pertrechado una carreta cubierta y allí colocaron a los niños mientras Ardrid recogia el equipaje del barco. Emprendieron el viaje en cuanto regresó. Buscaron la vieja calzada que subía hacia el norte y se dirigieron hacia Yorvik. La primera ciudad en donde decidieron detenerse fue Hamtun (Northampton). La empalizada que encerraba la ciudad se levantaba frente a ellos. Ejnar se acercó para pedir permiso para pernoctar y cuando regresó no traia buena cara.

 

    Hamtun está cerrada a los forasteros. Parece que ultimamente están sufriendo ataques de bandidos y no quieren extraños.

    ¿Seguiremos entonces? — dijo uno de los norsemen.

    No es seguro, será mejor que acampemos esta noche bajo la empalizada. Podremos solicitar ayuda en caso de ataque — dijo Ejnar visiblemente preocupado. — Esta noche no os alejeis de las armas.

    Seria la primera vez — murmuró otro de los hombres de Ejnar.

 

El fuego crepitaba en la pequeña fogata que habían encendido y los dos niños se acurrucaban uno junto al otro. Ejnar se calentaba las manos cuando Sinead le habló.

 

    Gracias.

    ¿Porqué? — Dijo Ejnar sorprendido.

    Por estar aquí protegiendonos. Tenia mucho miedo cuando ibamos solos con Ardrid.

    No sé porqué.

    Bueno, él siempre nos trata bien aunque a veces es un gruñón. Pero es un viejo y temiamos que alguien nos atacara.

 

Ejnar sonrió. Cogió un poco de vino calentado en la lumbre y se lo entregó a la niña.

 

    No puedo beber vino. No quiero emborracharme.

    Ha perdido el alcohol jovencita. Tomatelo, te calentará el estómago — cuando la chica cogió el cacillo, Ejnar removió las brasas para avivar el fuego. — Creeme pequeña, si estuviese en peligro rodeado de enemigos, no tendria mejor guardaespaldas que el viejo Ardrid.

    Pero si es un anciano.

    Querida niña, ¿acaso crees que ya nació así? Él fue un gran soldado. Tan importante entre los suyos que su rey le nombró instructor de sus cadetes.

    ¿El rey Eochaid de Connacht?

    Vaya sorpresa. ¿Quién te habló de él?

    Ardrid — dijo Sinead sorprendida mientras sus ojos se humedecian.

    ¿Y no te contó que fue allí donde conoció a tu padre?

 

La joven asintió mientras se enjugaba las lágrimas.

 

    Creo que me iré a dormir. El humo me entra en los ojos. Buenas noches Ejnar.

    Descansa jovencita. Mañana tenemos un día bastante largo.

 

Cuando llegó la mañana, estaba Ardrid recogiendo en la carreta los trastos para salir cuando se acercó Sinead y sin mediar palabra se le abrazó al cuello y le espetó un “Gracias” que le dejó extrañado. Se la quedó mirando mientras se alejaba. Dejaron atrás Hamtun y continuaron viaje hacia el norte. Ardrid iba sentado en el borde del carro y detrás de él, sobre fardos, iban los niños. A su lado, escoltandolos, iban Ejnar y los otros norsemen. La niña empujó a Ian y éste a trompicones se acercó al viejo.

    Y bien — dijo Ardrid. — ¿Qué os pasa ahora? No me digais que quereis volver a parar.

    No, Ardrid. Queremos que continues la historia de mi padre. Lo prometiste.

    No tengo ganas ahora, dejadme en paz.

    Por favor, queremos oirte — dijo Sinead mientras le ponia la mano en el brazo.

 

El viejo Ardrid miró la mano de Sinead sobre su brazo y la miró a los ojos. Algo había cambiado en la actitud de la niña. El hombre suspiró y fustigó a los bueyes que tiraban del carro.

 

    Está bien — dijo, con el consiguiente regocijo de Ian. — Por donde iba.

    El rey de Connacht le dijo que era un héroe por salvar a su hija — dijo el niño.

    Ah sí. Está bien, pero no me interrumpáis con preguntas o no os contaré nada más.

martes, 19 de febrero de 2013

Capítulo XII


Ardrid llevaba unos días algo huraño. La tarde antes habían zarpado de Dubris y se dirigían a Lundenwic, a donde llegarían al día siguiente. Sinead pensaba que estaba enfermo o quizás cansado de tanto barco. Al menos ella así lo estaba.

 —    En cuanto lleguemos a ese puerto que dijiste bajaremos a dar un paseo a tierra firme — dijo la niña.
    De acuerdo, pero nada de alejarnos del puerto. No sabemos quien puede vagar por ciudades desconocidas y sé que Flintan tiene espías por todas la tabernas de Anglia.

El puerto fluvial de Lundenwic bullía de gente y brillaba con un extraño resplandor bajo los rayos de un sol frío y pálido. Los tres pasajeros bajaron a tierra y como bien le había advertido Ardrid, Sinead sintió nauseas. Fueron hasta el mercado a comprar alguna fruta. El hombre repartió unas piezas entre los niños pero Sinead no quiso comer.

    Si no comes nada no se te quitará — dijo Ardrid.
    No tengo apetito, además, tengo ganas de vomitar — gimió la niña.
    Sin nada en el estomago no vas a poder hacerlo y no se te van a quitar las nauseas.

La niña mordió la manzana y la masticó con desgana mientras el pequeño Ian daba grandes bocados. Cuando Sinead ya llevaba media pieza comida de pronto se puso cenicienta. Ardrid, que la vio, fue a sujetarla cuando la niña empezó a vomitar.

   ¡Agh! Que asco Sinead. Podías haber avisado — soltó Ian con un gesto de desagrado.
  Ahora te quedarás más tranquila — añadió Ardrid. — Y tú dedícate a lo tuyo renacuajo.
    No, si voy a tener yo la culpa —contestó el pequeño.

La escena no pasaba desapercibida a un par de hombres que tomaban el sol apoyados en un montón de redes. Vestían camisas hasta las rodillas al estilo escandinavo y se cubrían con sendos pañuelos. Las descuidadas barbas les llegaban hasta más abajo del pecho. El más mayor dio un codazo al compañero.

    Ve a preguntar a ese knorr de donde vienen.

El marino llegó al cabo de un rato.

    Por lo visto han llegado hoy desde Dubris. Pero uno de los marineros me comentó que partieron hace una semana de Wykynlo. Tienen que ser ellos sin duda.
    Seguro que sí. Voy a avisar al jefe. No les pierdas de vista.

Los tres viajeros permanecían ajenos a la conversación mantenida unas decenas de metros más allá. Cuando Sinead se hubo calmado, el viejo decidió visitar alguna de las tabernas en busca de leche. Se acercó a una donde no había un excesivo tumulto. Entró y llevó a los niños hacia un rincón apartado.

    Quedaos aquí quietos y no habléis con nadie ¿Entendido?

Los pequeños asintieron y Sinead abrazó a su hermano para protegerlo. En la taberna había sólo un grupo de hombres que reían y bebían haciendo comentarios sobre los distintos barcos en los que habían navegado. Ardrid se acercó al mostrador y pidió un vaso con cerveza y una jarra con leche.

    ¿Leche? No tenemos de eso aquí forastero — dijo el tabernero.
    ¿Es para los niños buen hombre? — añadió la que parecía ser su esposa y que estaba retirando algunas jarras vacías del mostrador.
    Así es. Hace varios días que sólo toman cerveza aguada y arenques.
    No te preocupes, a dos manzanas de aquí mi hermana tiene un par de cabras. Seguro que algo de leche tendrá. Voy a buscarla y enseguida la traigo.
    ¿Y mientras la taberna se queda sola? — protestó su marido.
    En vez de charlar y beber con esos brutos atiende tú a los clientes, que por cierto, aparte de tus amigotes y de estos amables forasteros no veo a nadie más.

El marido rezongó entre las risas de los marineros que golpeaban la barra con sus jarras aplaudiendo la fiereza de la mujer. Mientras la tabernera iba por la leche, Ardrid se fue con los niños.

    Sentaos ahí, no os mováis. Voy a hacer un recado y sólo tardaré un minuto.
   ¿Adonde vas ahora Ardrid? Tengo miedo — susurró Sinead.
    Quiero comprar algo de comida fresca para el resto del viaje hasta Yorvik. ¿O pensáis comer arenques durante la próxima semana? En cuanto vuelva y os toméis la leche nos embarcaremos de nuevo.

Ardrid salió por la puerta y los pequeños se quedaron encogidos en su mesa mientras los marineros les miraban como un gato a un ratón. Poco tiempo les duró la curiosidad y enseguida volvieron a su conversación. Los niños se quedaron más tranquilos. En la puerta de la taberna aparecieron varios hombres. Uno de ellos señaló a los críos y un hombre alto y rubio se les acercó. Sinead e Ian se encogieron como conejillos a cada zancada del hombre. A diferencia de los que le acompañaban y de la mayoría de hombres que conocían  llevaba el pelo corto. Una barba recortada y dorada le cubría la barbilla, malcubriendole una cicatriz en el mentón. Sus ropas eran, como casi la de la mayoría de los habitantes de la zona, del tipo que usaban los hombres del norte. Una camisola cerrada hasta el cuello redondo y amplias mangas cerradas en los puños, que les llegaba hasta medio muslo, ceñida por un cinturón. Un pantalón hasta los tobillos bastante ceñidos y una chaqueta de cuero complementaban el atuendo. El desconocido llegó hasta ellos y se apoyó con los nudillos en la mesa. Tras él, sus acompañantes prácticamente taparon toda la visión de los niños. Sinead buscaba infructuosamente al anciano. ¿Porqué los dejó allí solos?

    ¿ Venís de Wyckynlo? — preguntó sin más.

 

jueves, 7 de febrero de 2013

Capítulo XI


Mientras jugaba con algunos de sus compañeros a la orilla del río se acercaron Eochaid y su esposa a disfrutar del escaso sol de verano que aquel día había querido salir para variar. La pequeña Ainne jugaba alrededor de su madre cuando un soldado se acercó llevando de las riendas un poney para que la princesa lo montara. El asintió dando permiso y el hombre subió a la niña al lomo del pequeño animal. Los poneys eran fuertes y acostumbrados a la fatiga y solían ser tranquilos, pero a pesar de lo que pudiera parecer por el tamaño de sus patas, eran relativamente veloces. La niña reía observada por sus padres mientras los niños se entrenaban luchando con sus manos en una especie de lucha grecorromana desnudos de cintura para arriba. Maeve les animaba tímidamente ya que no quería volver a ser objetivo de los reproches de su padre. De pronto el poney se asustó y se le escapó al soldado de la mano.

 

Los gritos de la familia hicieron que todos se giraran. La reina arrodillada con los brazos extendidos señalaba hacia donde se desarrollaba la tragedia. Eochaid y el soldado corrían tras el poney donde se aferraba la pequeña Ainne. Los muchachos se quedaron boquiabiertos sin saber como reaccionar. El instructor soltó al chico con el que se ejercitaba y salió en pos del cuadrúpedo que se alejaba con la niña encima. Las largas crines ayudaban a que se asiera la pequeña que, de caerse se estrellaría contra un suelo cuajado de piedras cortantes como navajas. Los tres hombres trataban de rodear al caballo para hacerlo detenerse abriendo los brazos. En uno de los giros, con la niña ya casi colgando en el vacío, el poney se acercó a donde estaban los muchachos. Deri no se lo pensó dos veces y se tiró al cuello del caballo. Éste se encabritó tratando de quitárselo de encima. Deri sintió que las crines se le escurrían de las manos y se asió con fuerza a lo primero que agarró. Por suerte fue la oreja del equino, el cual torció la cabeza y dobló las patas delanteras, deteniéndose y arrodillándose. Deri le tomó del labio superior y, tirando hacia sí, le torció el cuello hasta dejarlo indefenso. Subió su pierna sobre el grueso cuello del animal y se sentó sobre él a horcajadas. Inmediatamente los dos hombres que lo perseguían se lanzaron sobre las patas que seguían coceando al aire y lograron reducirlo definitivamente. Eochaid recogió a la pequeña Ainne y poniéndola sobre sus propios pies comprobó su estado. Tan sólo algún arañazo y un golpe en la rodilla parecía, a simple vista, ser el daño de la niña. Deri se levantó con el cuerpo cubierto de cortes del forcejeo en el suelo sobre las piedras. El resto de compañeros se arremolinó en torno al pequeño héroe mientras los dos hombres soltaban al poney que, una vez libre, se sacudió las crines y se alejó unos metros para ir a beber al río. La reina y Maeve llegaron después. La mujer lloraba abrazando a su pequeña mientras la jovencita se acercó a ver qué le había sucedido a su amigo.

 

    ¿Estás bien?

    Sí — dijo el joven Alasdeir. — Sólo es un rasguño.

 

Eochaid y su esposa se dispusieron a marcharse hacia el dūn dando por finalizada la tarde. El instructor de Alasdeir estaba revisando los cortes de sus piernas cuando una mano se posó en su hombro. Era Eochaid que se había vuelto tras dejar a su esposa e hijas al cuidado de algunos cortesanos que acudían a ver que era aquel barullo.

 

    Joven, has sido un valiente. Serás recompensado por ello como mereces.

 

El Rī se retiró y los muchachos felicitaron a Alasdeir, mientras el hombre grande les ordenaba recoger todo para volver al dūn a que le vieran las heridas.

 

Al día siguiente le permitieron quedarse en cama y curarse de las magulladuras. Deri estaba totalmente dolorido. De pronto alguien abrió la portezuela. La melena de color de fuego de Maeve iluminó el hueco.

 

    Has hecho algo que ni siquiera un soldado de mi padre habría hecho.

    No digas tonterías, tan sólo tiré de la oreja de ese poney.

    Te expusiste al peligro sin pensar en las consecuencias. Eres todo un héroe.

 

Alasdeir sonrió mientras Maeve se sentaba a su lado y le miraba las piernas. A pesar de que eran cortes superficiales mostraban un aspecto desolador.

 

    ¿Duele mucho? — preguntó con cara de preocupación.

    Sólo si me muevo — dijo mientras la chica rozaba con los dedos las heridas. — Y si me tocas, ten cuidado — Maeve dio un respingo.

 

Al anochecer el hombre grande vino a buscarle ya que el Rī deseaba verle. Como pudo se incorporó ya que las heridas empezaban a secarse y le producía una dolorosa tirantez. Caminaba con dificultad pero firme. El instructor le acompañaba con la mano en el hombro mirando hacia el frente. Llegaron al salón del Rī. Éste estaba allí con su esposa e hijas. En derredor suyo se disponían una serie de hombres que componían la corte del Rī Eochaid del Connacht. Con un gesto le hizo acercarse y el hombre grande le indicó con una leve presión en el hombro que debía arrodillarse. Con un gesto de dolor se colocó como estaba prescrito.

 

    Ayer demostraste tener un valor superior a todos tus compañeros y al de muchos hombres hechos y derechos — dijo el Rī dirigiéndose a sus nobles.

 

Los nobles se miraron y asintieron. El Rī se levantó y dio un paso hacia él. Alasdeir se estremeció ante la cercanía de tan poderoso señor.

 

    Creo que te debo una disculpa — dijo ante el estupor de todos, incluido el joven. — Creo que mi hija no tendría mejor hermano que tú. Desde hoy tienes mi permiso para que podáis estar juntos el tiempo que vuestras obligaciones os permitan.

 

El hombre grande dio un ligero puntapié a Alasdeir y este agradeció al rey sus palabras.

 

    Además, en cuanto acabes tu formación serás nombrado guardián personal de la Reina y de mis hijas. En tus manos estarán cuidadas como bajo la custodia del mejor de mis perros.

 

Alasdeir recordó la historia del pequeño Setanta, el mayor héroe legendario del Ulster.
 
             "Setanta era sobrino del Rī Connor McNessa de Ulster y de niño se entrenaba junto a los hijos de los nobles del reino, como hacía él ahora. Una tarde el Rī fue invitado por un rico herrero de la zona llamado Cullan. Connor preguntó a Setanta si quería acompañarle y éste, que estaba jugando a hurling (especie de jockey) con sus compañeros, le dijo que iría más tarde. En el banquete todos bebieron y comieron sin advertir al herrero de que faltaba un invitado. Cullan solía soltar un enorme perro muy fiero que guardaba su fortaleza al caer la noche. De pronto unos ladridos formidables asustaron a los comensales y todos repararon en que el can habría detectado la presencia de Setanta. Cullan se horrorizó pues imaginó que el pobre chico ahora sólo seria un cadáver ensangrentado. Nada más lejos de la realidad, Setanta al ver al perro lanzó la pelota de hurling directo a la boca y ya, desarmada la bestia al no poder morderle, la remató con el bate. Cuando todos vitoreaban al valiente Setanta observaron que Cullan sin embargo lloraba junto a su perro. Setanta, arrepentido, se acercó al herrero y le prometió criar un perro para reponer a su animal perdido y mientras tanto él mismo le serviría como el más fiero de los canes. Este amable  gesto le valió el nombre con el que todos le conocerían más tarde, Cu Chullain, el podenco de Cullan."
 
 
Eochaid volvió a sentarse y Deri se levantó para marcharse. Cuando casi estaba a punto de salir, el Rī le habló.

 

    Una vez me dijiste que nunca serias un hombre de Connacht. En aquel momento lo tomé como un insulto. Hoy te puedo decir que eres un orgullo para mí y que ojalá todos los hombres de Connacht fueran tan nobles como tú. Ese nombre con el que algunos se ríen de ti a tus espaldas, sea a partir de hoy un ejemplo para tus compañeros, Uladh.

    Gracias mi señor.

Alasdeir se marchó henchido de orgullo y sus compañeros le esperaban en el patio. Se agruparon a su alrededor y sin atender a sus ruegos y gestos de dolor lo alzaron sobre los hombros del mayor de ellos. “¡Uladh, Uladh!” gritaban a coro. Desde una ventana la rubia melena de Maeve observaba orgullosa al que ahora ya era oficialmente su hermano.

 

sábado, 19 de enero de 2013

Capítulo X



Todos los días Deri se entrenó con sus compañeros y luego con Maeve. A medida que pasaban las semanas fue creciendo y haciéndose fuerte. Más que sus compañeros que no tenían la doble sesión de entrenamiento que él. Maeve por su parte le cogía cada vez más cariño y admiración. Ella ya sabia luchar como cualquiera de los niños gracias a Deri. Pudo comprobarlo un día que dos chicos mayores se quisieron reír de ella cuando en el patio trasero del dūn la abordaron cortándole el camino.

— Si quieres pasar tienes que pagar. Ese broche por ejemplo.
— Quitaos de en medio u os arrepentiréis.

Ante la risa de los chicos Maeve cogió una estaca apoyada en la pared y con un par de fintas los dejó fuera de combate doliéndose de los golpes. Ella se alejó despacio y ufana regodeándose en su triunfo.

Ya para entonces Alasdeir y Maeve eran uña y carne. Ningún movimiento del chico era inadvertido por ella y no había nada que Alasdeir hiciera que no contase con el beneplácito de Maeve. Sin embargo su relación no  pasó desapercibida al propio Eochaid ya que no había día que su hija no le nombrase en alguna ocasión. Esto, lejos de ser un asunto de críos, empezó a preocupar al rey que temía que esa amistad de niños pasara a más dentro de unos años ya que su hija era su herencia y tenia otros planes para ella.



Ardrid se levantó y Sinead protestó.

— ¿Eso es todo? ¿Nos vas a dejar ahora así?
— Hay que comer, voy por algo para los tres.

Ian tragó saliva. Estaba en éxtasis escuchando la historia de la infancia de su padre. Cuando Ardrid se marchó asaltó a su hermana.

— O sea, que padre perdió a su familia. Y esa Maeve, debió ser su novia o algo así. Tan pequeño y ya sabia luchar. Sinead yo también quiero aprender y entrenarme.
— Tranquilízate Ian. Todo eso debe ser una patraña inventada por Ardrid, un cuento — contestó Sinead que veía en los ojos de su hermano un brillo especial que le recordaba a los de su padre cuando se ponía a rememorar viejos tiempos.
— Créetelo o no — dijo Ardrid que acababa de llegar, — pero es la verdad tal como me la contó la propia Maeve. Siento que tu padre no haya sido criado en una granja como vosotros, pero deberíais sentiros orgullosos de cómo sobrevivió un niño tan pequeño a tanto sufrimiento.

Sinead se sintió avergonzada y bajó la mirada. Ardrid repartió la comida que le habían dado, sardinas ahumadas y cerveza, lo más sencillo de llevar en un barco y lo único que podía durar durante la travesía Una comida y una bebida que daba energía y no hacia enfermar. Comieron en silencio y algo más tarde se acostaron. Mientras no les llegaba el sueño, Ian pidió que continuara la historia. Ardrid se negó pero ante la insistencia del pequeño decidió contar un poco más.


De cómo Alasdeir llegó a ser llamado Uladh


Habían pasado algunos años y Deri era ya un muchacho de unos diez años. Era bastante alto y más fuerte que el resto de su grupo. Seguía entrenando con Maeve por las tardes y ambos mantenían un vinculo de hermandad que empezaba a no pasar desapercibido al resto de compañeros. Tampoco a Eochaid.
El llamó a su hija un día para hablarle de su futuro. Maeve acudió. Allí estaban su madre, también Ygrainne, la hermana mayor de Maeve y la pequeña Ainne, que había nacido cuando ella y Alasdeir se conocieron. Tendría cinco años. Su padre le habló.

— Mi querida niña, estas llegando a una edad en la que no conviene que andes sola por ahí. Tienes que prepararte para ser una buena esposa y una reina como tu madre.
— ¿Porqué? — preguntó la niña.
— Es tu cometido. Buscaré un buen marido para ti y algún día serás reina de algún país vecino.
— Pero yo no quiero ser reina, ni esposa, ni madre. ¿Porqué no pueden serlo mis hermanas?— dijo señalando a la pequeña Ainne.
— Tú harás lo que yo diga. Y no me gusta que te veas tanto con ese joven cadete, tú eres una mujer y no debes mezclarte con esos rapaces.
— Es mi hermano y me gusta estar con él.
— ¿Tu hermano? Tu estás loca. ¿Bromeas o qué? Tus hermanas son Ygrainne y Ainne. No tienes más.
— Él es mi hermano, yo así lo siento. Yo y él somos una misma persona. Al menos lo fuimos.
— No voy a oír más tonterías. Harás lo que yo te digo y punto. Ahora márchate.

Maeve salió llorando de rabia. Corrió a esconderse en lo más oculto del dūn. Eochaid llamó al instructor de los jóvenes para interrogarle sobre el joven.

— Es uno de los mejores que he tenido a mi cargo Mō Rī (mi rey). Ha ido superándose día a día. Estoy muy orgulloso de él.
— ¿De quien es hijo, algún rico granjero o un noble del entorno?
— Me temo que no- dijo ante el asombro del rey. — Es uno de los chicos sin familia. Le trajeron de la frontera.
— Bien tráemelo, quiero conocerlo.

Así al día siguiente tuvo que presentarse ante el   Eochaid. El hombre alto y moreno le explicó como debía comportarse ante el rey. Alasdeir se arrodilló al entrar en la sala donde le esperaba el monarca. La trenza que solían llevar a un lado de la cabeza colgaba junto a su mejilla. Eochaid le ordenó levantarse.

— Me han dicho que eres un buen luchador y que aprendes mucho.
— Es un halago viniendo de vos que sois un gran guerrero — dijo Alasdeir siguiendo la instrucción del hombre alto.
— Muy bien — añadió el rey complacido. — ¿Estás a gusto con tus compañeros?
— Son muy valientes todos y somos casi hermanos.
— Sé que conoces a mi hija Maeve. ¿Qué piensas de ella?
— Eh... no sé que decir. Yo no quiero molestarla. Es como una hermana.
— No es tu hermana. Ella es una princesa. Tiene una labor que hacer y no pasa por ser nada tuyo. ¿Me comprendes?
— Claro señor — dijo Deri tragándose su orgullo.
— Bien, espero que lo recuerdes. Ahora sigue entrenándote y conviértete en un hombre de Connacht, para que los tuyos se sientan orgullosos de ti estén donde estén. Puedes marcharte.

Alasdeir se arrodilló antes de girarse y marcharse. Iba a atravesar la puerta cuando se volvió. Con los puños apretados se enfrentó al poderoso rey con sus diez años.

— Yo no soy un hombre del Connacht y nunca lo seré — dijo mientras el rey se levantaba estupefacto. — Yo soy del Uladh. Del Uladh.

Irlanda estaba dividida en cinco reinos, cuatro reales y uno virtual. Connacht y Uladh al norte y Mumham y Laighean al sur. En el centro geográfico existía un reino llamado Meath donde vivía el Ard Rī , el Alto Rey. Elegido entre los cuatro reyes de la isla gobernaba al resto de forma espiritual. Desde hacia mucho era elegido un rey del Uladh, de la estirpe de los O’Niahll. Los reyes del Connacht estaban enfrentados a los reyes del Uladh, como ya sabemos, desde tiempos inmemoriales. El Laighean apoyaba al Uladh porque los caudillos noruegos que gobernaban realmente las ciudades del reino querían mantener la amistad con su vecino del norte con quienes compartían costa. El Mumham, situado en la esquina inferior izquierda de la isla era comprado por el Uladh ofreciéndole el apoyo en cuantos litigios tuviesen con el Connacht. Así el rey Eochaid estaba solo en su norte lluvioso y de altas costas sin puertos ni grandes ciudades. Era una región yerma y agreste sin apenas riqueza. No era suculenta ni deseada y por ello quizás aun mantenía su independencia. Pero era tierra de valientes y habrían vendido cara su integridad.
La noticia de lo que había ocurrido en la sala del consejo del rey llegó rápidamente a todo el dūn, más aun cuando el instructor ordenó que se azotara a Alasdeir por su bravuconería y descaro. Sus compañeros desde entonces se reían de él llamándole despectivamente “Uladh” para recordarle aquel episodio. Sin embargo a él no sólo no le molestaba sino que lo hacia reafirmarse en su identidad. Continuaba siendo el más preparado de sus compañeros, sin embargo aquella soltura de su lengua le tenia ahora sumido en la marginalidad.
Sin embargo, un incidente cambió para siempre la situación del jovencísimo Alasdeir.

miércoles, 9 de enero de 2013

Capítulo IX



Cuando volvió a despertar se hallaba en una habitación casi a oscuras. Se levantó y miró a su alrededor. Puso los pies en el frío suelo de tierra y se estremeció. Por la puerta apareció una mujer.

— Ah ya te has despertado dormilón.
— ¿Dónde estoy? — dijo Deri.
— Estás en el dūn (9) de Eochaid, el señor de Connacht.
— ¿Connacht? Pero ¿y mi tío? Mi abuelo estaba... no, mi abuelo.
— Venga acuéstate jovencito, estás aun aturdido.

En el dintel de la puerta apareció una pequeña de largos cabellos rojizos que con los ojos fijos en él y un dedo en la boca sonreía.

— ¿Quién es, Aoife? ¿Está enfermo?
— No está enfermo. Dejémosle descansar — dijo el ama.
— ¿Puedo verlo? — dijo la niña.
— Vamos pequeña Maeve, sal de aquí antes de que me enfade.

Al día siguiente el pequeño Deri se sintió algo mejor y pidió de comer. Le trajeron un poco de caldo de carne y una torta de harina. Después fue a visitarle un hombre alto y moreno con cara de pocos amigos.

— A partir de mañana te prepararás para adiestrarte con los cadetes del (10).
— Quiero ir a mi casa — dijo Deri.
— Tú ya no tienes más deseos que los que yo quiera, y no serán otros que servir a tu rey. ¿Tienes nombre?
— Me llamo Deri. Alasdeir O'Toghda.
— A partir de hoy sólo te llamarás “tú” hasta que te ganes el derecho a tener un nombre. Y recuerda, sólo eres un bastardo nacido entre escoria.

Durante un par de semanas, Deri se negó a entrenarse con los demás niños. Estaban divididos en dos clases, los hijos de los nobles de Connacht y los hijos de plebeyos que podían pagar que su hijo mayor ingresase en las tropas del rey. Entre estos últimos había tres que eran como Deri, niños que habían sido secuestrados en la frontera con el Ulster. El rey Eochaid decía que la manera de vencer al Ulaidh era que sus propios hijos lucharan contra él. Los muchachos mayores observaban risueños el entrenamiento de los recién llegados. Todos se rieron cuando Deri soltó el palo que a modo de lanza le había dado para probar su puntería.

— Es un cobarde. ¿De dónde le han traído? — decían los chicos mayores.

El hombre moreno y alto al que todos llamaban “Señor” se enfrentó a él y le ordenó con un grito que recogiera el palo.

— Tú, recoge el palo.
— Ni lo pienses. Y me llamo Deri — dijo cruzándose de brazos.

La bofetada le hizo caer de espaldas. Todos echaron a reír. Todos menos los recién llegados que temblaban ante el soldado con voz atronadora. Había alguien más que no reía. Desde una ventana una niña pelirroja se mordía los labios para no llorar. La pequeña Maeve era hija del rey Eochaid y observaba a los chicos entrenarse. A ella le habría gustado poder ser uno de ellos. Su vida se reduciría a casarse con alguno de los hijos de algún noble y otorgarle el reconocimiento para poder reinar. En la vieja Irlanda, heredera aun de un ancestral matriarcado prehistórico marcado por el carácter tribal y agricultor, se consideraba que la mujer era la que perpetuaba el linaje ya que era la que tenia a los hijos.
Deri se levantó sangrando y miró con odio al instructor. Se limpió la sangre y se irguió orgulloso.
El hombre recogió el palo y lo tendió al pequeño para que lo tomara. Lo soltó y el palo cayó a los pies de Deri que ni lo miró. El hombre rojo de ira pidió que se lo llevaran de allí inmediatamente o lo acabaría matando. Desde una torre, Eochaid asomado al pretil, observaba atraído por los gritos.

Pasaron algunos días en los que Deri estuvo encerrado sin comer en un cuarto con sólo un hueco por donde entraba algo de luz. Decidió que no se quedaría allí y buscó la manera de escalar la pared hasta llegar a la ventana por donde podría escapar. Comenzó a rascar la pared de barro y poco a poco aprovechando las grietas y los huecos llegó a la ventana. Aquella habitación estaba preparada para cautivos adultos, no para niños y menos con el espíritu libre de Deri. Salió sin problemas y se deslizó por la pared como pudo hasta caer al suelo. Se escondió al oír una voz entre los setos que rodeaban el dūn. Se asomó para ver de quien se trataba y descubrió a la chica pelirroja que se había asomado a su puerta el primer día que despertó en la fortaleza de Eochaid. Ella también se percató y se puso en guardia blandiendo el palo con el que había estado entrenándose como veía hacer a los chicos.

— ¿Quién anda ahí? Sal o entraré a buscarte — amenazó Maeve.
— Por favor, no grites. Me descubrirán.
— ¿Qué haces ahí? Tú eres ese chico que no quiere entrenarse.
— Me llamo Deri. Y no soy un cobarde como dicen.
— ¿Ah no? ¿Y entonces porque no coges el bastón que te dan y soportas que te golpeen y te humillen?
— No voy a ser uno de los cadetes de ese rey Eochaid. Tengo otra cosa que hacer y para eso debo marcharme.
— Ese rey es mi padre y ¿qué es eso tan importante que un niño tiene que hacer?
— Matar a un dragón y a un hombre de hierro.
— ¿Y cómo pretendes matarlos, a pedradas? — dijo Maeve en una carcajada.
— ¿Y tú que hacías aquí con ese palo?
— No te importa.
— Estabas entrenándote Como un chico.
— No sé porqué no puedo hacerlo. Sólo los muchachos podéis entrenar para ser soldados. También yo quiero luchar y matar enemigos — dijo blandiendo el bastón.
— ¿Te das cuenta? Yo no quiero y tú que lo deseas, no te lo permiten.
— Si entrenáramos, podríamos enfrentarnos juntos a ese dragón y a ese hombre, y a quien queramos.
— Pero yo quiero hacerlo ya. Tengo que matarlos. Mataron a mi padre y tienen a mi madre y a mi hermana.
— Coge ese bastón — dijo señalando una rama tirada en el suelo.
— ¿Para qué?
— Cógelo.

Deri tomó el palo y esperó a ver que le pedía Maeve. No supo que hacer cuando ella le dijo: “Defiéndete”. La primera estocada le hizo doblarse sobre sí mismo cuando le dio con la punta del palo en el estomago.

— ¿Pero qué haces? Usa tu arma — dijo señalándole el bastón que había dejado caer.    — ¿Es así como vas a matar al dragón?

Deri se levantó y con la mano en el estómago y ganas de llorar cogió el palo mirando a Maeve con cara de circunstancias.

— Defiéndete — volvió a decir la chica.

Deri levantó el palo y Maeve volvió a intentar el mismo movimiento pero logró evitarlo. No así el siguiente que le asestó en el hombro dejándolo magullado.

— Vuelve a subir la pared y entra en la celda. Le diré a mi padre que te haga salir y te deje estar con tus compañeros. Tú, entrénate y nos veremos aquí todas las tardes para ejercitarnos. Recuerda que no debes decírselo a nadie. Será nuestro secreto. Si mi padre se entera...

Deri aceptó y trepó por la pared para deslizarse de nuevo por el hueco. A la mañana siguiente muy temprano se abrió la puerta y apareció el instructor.

— Sal. El te ha perdonado. Reúnete con tus compañeros. Si por mí fuera te habrías podrido en este agujero.

Deri salió y fue al patio con sus compañeros. Se colocó en el extremo de la fila. Todos le miraban. El instructor ordenó a todos coger el bastón con el que entrenaban. Deri lo miró en el suelo y subió su vista hasta la ventana donde viera a Maeve unos días atrás. Allí estaba ella, observándole. Deri reprimió su voluntad y se agachó a cogerlo, sopesándolo. El hombre alto le miró y sonrió. No le dijo nada. Se dirigió a todos y empezó a darles lecciones sobre la defensa y el ataque. Maeve sonrió también.


domingo, 30 de diciembre de 2012

Capítulo VIII


En tierra Peary pudo ver como el drakkar[6] se alejaba en el mar y que los hombres en su interior habían fallado tres tiros mientras el pequeño Deri seguía impasible gritando al mar. Le llamó pero parecía no oírle. No se atrevió a salir por miedo y se sintió avergonzado. Cuando el barco se perdió en la niebla y los gritos irónicos de los piratas vikingos se desvanecieron se atrevió a acercarse a Deri.

— Estás loco chiquillo atolondrado. No sabes lo que has hecho. Podrían haber vuelto.
— Es lo que quería que hicieran — dijo Deri al girarse.

Su mirada iracunda heló la sangre de Peary. Jamás había pensado que un niño tan pequeño podía ser capaz de exteriorizar tal odio. Lo cogió y le hizo volver hacia la aldea a lugar más seguro.

— Esos demonios no volverán ya en mucho tiempo. Pero ya no nos queda aquí nada. Debemos marcharnos. Aquí sólo hay muerte.
— No, esperaremos — dijo Deri. — Tal vez ese dragón vuelva y entonces le mataré. Yo no huiré como tú, abuelo.

Esas palabras atravesaron el corazón del viejo.

— No hijo mío, ya no volverán. Siempre es así. Vienen y se marchan. Dentro de algunos años volverán otra vez y así será siempre.
— Pues yo estaré aquí entonces y seré lo suficientemente mayor como para matarlo.
— Ojalá hijo mío, ojalá. Ahora vayámonos.
— ¿Pero y mi madre, y mi hermanita? Debemos esperarlas.
— No creo que regresen. Ellos se las habrán llevado. A veces es así.
— Pero abuelo, a lo mejor están escondidas por aquí.

Peary cogió al niño en brazos y rebuscó algunas cosas para el largo viaje que estaban a punto de comenzar. Escasas pues lo que no estaba quemado había sido rapiñado por los vikingos de Eric. Caminaban hacia el oeste, a casa de un hermano de Lorcan que vivía en Dromahair, en la tierra de Fir Manach[7], el territorio que colindaba con el reino de Connacht.
Connacht era enemigo a ultranza de Ulaidh, el Ulster como lo rebautizaron los noruegos. Una guerra que se remontaba muchos años atrás y cuyas raíces se hundían en la leyenda, y que se relataba en el Tainbocuailnge.[8]

Les esperaban varias semanas de viaje por caminos pedregosos y colinas. De un lado a otro del sur de Ulaidh debían atravesar la tierra de Dūn, Ard Macha y Monachan, y casi todo Fir Manach. Algo casi imposible para un viejo y un niño de cinco años. Durante los primeros días Deri apenas habló. Una noche mientras comían algo junto a una pequeña hoguera sorprendió a su abuelo con una pregunta.

— Abuelo, ¿quienes son esos hombres y donde viven al otro lado del mar?
— ¿Porqué quieres saberlo hijo? Allá donde vamos ya no podrán hacernos daño.
— Necesito saberlo. Un día iré a buscar a mi madre y a Siorsead. Mataré a su jefe y me traeré su cabeza para colgarla en la puerta de mi casa y que todos vean que no les tengo miedo. Levantaremos la aldea de nuevo y no volverá ningún dragón a asustarnos.
— Claro hijo.
— Abuelo. Dímelo por favor.
— Verás. Esos hombres son los que nosotros llamamos Lochanann, extranjeros. Viven en una gran isla que hay al otro lado del mar y que se llama Breathainn, Britannia. Surcan el mar en sus dragones y saquean las costas de Ēire cada cuatro o cinco años. Lo mejor es olvidarlos. Como te he dicho ya no nos harán daño.

Deri cerró la boca. No preguntó nada más. Peary tampoco le contaría nada. Nada de que hacia unos seis años esos mismos piratas nórdicos aparecieron en la misma playa y estuvieron allí casi un mes. Tampoco le contaría que retuvieron a las mujeres dentro de sus barcos y a ellos les obligaron a trasladar todo el botín que iban atesorando en sus correrías en las poblaciones del interior. Ni que se repartían a las mujeres como si de un juego de naipes se tratara y profanaban sus cuerpos violándolas. Todas menos la joven Muirin, su hija que fue tomada por el jefe de la expedición, Eric el Negro. Jamás le diría que cuando se marcharon y las dejaron libres la mayoría estaban encinta, Muirin entre ellas. Algunas chicas se suicidaron y una desapareció una noche y jamás se supo de ella. El resto tomó hierbas amargas de las que preparan las viejas parteras para hacer abortar. Todas menos Muirin, pues aunque llevara en su vientre el fruto del salvaje pelirrojo decidió que ese pobre niño no pagaría la felonía de su horrible padre. El niño, decían algunas, les serviría para recordarles a todos el mal día en que aparecieron los salvajes del este. Debía deshacerse de él. Pero Muirin se negó aunque se acarreara la aversión de todo el pueblo. Peary la apoyó. Hacia un año que había muerto su esposa y ahora sólo le quedaba Muirin, no iba a contrariarla en su decisión después del horror que había pasado. Unos meses después nació el pequeño Alasdeir y al contrario de lo que todos predijeron, el pequeño Deri hizo añorar esa generación de niños que había sido sacrificada antes de nacer, por todas las muchachas que se acercaban a dar la enhorabuena a Muirin. Deri creció ajeno a su origen y a ser posible continuaría así. Antes de nacer el niño, Muirin fue pedida en matrimonio por Lorcan O'Toghda, un hombre que había venido de las tierras de Fir Manach un año antes y había enviudado recientemente. Peary aceptó ya que se haría cargo de su hija y su futuro nieto cuando él faltase. Durante unos años la vida fue todo lo apacible y tranquila que podría esperarse. Hasta hoy. Ahora Lorcan yacía pudriéndose sobre la tierra y Muirin y su pequeña hija Siorsead que había nacido dos años atrás debían estar navegando en poder de aquellos demonios o descansando en el fondo del mar. Qué más daba, cualquiera de las dos situaciones era parecida, si bien la primera era una muerte en vida mucho más cruel que el destino de Lorcan.

Recorrieron muchas millas hasta llegar casi a la frontera con Connacht y llegaron a Dromahair donde preguntaron por el hermano de Lorcan. Peary se sentía débil y agotado y se alegró de haber conseguido llevar a Deri a salvo hasta sus parientes. No tanto se alegró Ciarain O'Toghda de tener dos bocas más que alimentar en un momento que estaba pasando de escasez.
Cierta noche que Deri no podía dormir escuchó a su abuelo hablando con su tío Ciarain. En un momento de la conversación Peary comentó la suerte que habría corrido su hija en manos de aquel diablo y escuchó un nombre que quedó grabado en su mente como a fuego. Eric el Negro. Jamás lo olvidaría. Ni siquiera cuando un mes más tarde su abuelo murió con sus manos entrelazadas a las suyas. Ni cuando Ciarain lo cogió y lo llevó a enterrar al bosque. Era al atardecer. Lo recordaría mientras viviese. Su tío cargaba el cadáver del desdichado Peary en el hombro y llevaba un azadón en la mano. Él le seguía sollozando. Ya había abierto una fosa y se disponía a echar tierra al bueno de Peary cuando una flecha atravesó su garganta. Deri no sintió nada hasta que vio como Ciarain se desplomaba sobre la mortaja de su abuelo y quedaba inmóvil con una varilla saliendo de su nuca. Comprendió al instante e instintivamente echó a correr hacia el pueblo. Escuchó un silbido a su espalda y vio dos jinetes entre los árboles que le seguían. De pronto se dio de bruces con un tercero que estaba de pie en medio del camino. El golpe le tiró de espaldas dejándolo aturdido. Unas manos lo asieron y lo envolvieron con un saco. Sintió un golpe en la cabeza y de pronto todo se desvaneció a su alrededor.

Despertó unas horas después atado de pies y manos. Trató de gritar pero el dolor de la cabeza le hizo sentir nauseas. A su lado había tres hombres cerca de una fogata. Llevaban petos de cuero y el pelo trenzado. Uno de ellos se giró y llevaba el rostro pintado de líneas azules y motivos extraños. Le preguntó si estaba bien y los otros dos se echaron a reír. También iban cubiertos rostro y brazos de aquella pintura azul. Deri se asustó y empezó a lloriquear. El hombre que le había hablado se acercó y le ofreció comida. El olor de la carne le hizo vomitar y se volvió a desvanecer.


lunes, 17 de diciembre de 2012

Capítulo VII


De cómo y porqué Alasdeir fue a vivir a la corte del rey de Connacht


 

Por la mañana, muy temprano, el viejo Peary despertó al niño. Le había prometido que ese día irían a cazar patos a la laguna que se formaba todos los inviernos cerca del río Lagan. Vivían en una aldea entre la playa y la ciudad de Cill Chaoil. El pequeño Alasdeir estaba nervioso y su abuelo sólo tuvo que llamarlo ligeramente para despertarlo. Cogieron unas redes y algo de comida, y partieron cuando el sol aún comenzaba a asomar tímidamente por sobre la bruma matutina, que flotaba en el mar gris oscuro que les separaba de la isla de “los hombres salvajes”, como llamaban a los escotos o escoceses. Aquella misteriosa tierra era para Alasdeir tan sólo una sombra oscura que en verano se podía ver al otro lado del mar de levante. De allí venían las historias tenebrosas de gigantes de pelo blanco y amarillo que venían sobre dragones monstruosos flotando en el mar. Traían fuego y muerte, destrucción. Seres de otra dimensión que cada cuatro o cinco años surgían de la niebla en una mañana invernal y se llevaban mujeres y niños y mataban a los hombres y ancianos. Alasdeir temblaba sólo de pensarlo mientras su abuelo extendía una red entre unas cañas que crecían en el pantano.

 

      — Mira Deri — así le llamaban cariñosamente — yo con esta vara y esta manta, asustaré a los patos que como son muy vagos en esta época, no querrán volar y nadarán para ocultarse. No debes hacer ruido. Cuando quieran entrar entre los juncos, algunos vendrán hasta aquí y quedarán atrapados en la red. Es muy fina para que no la vean, pero al ser tan fina también es débil. Ahí es donde entras tú. Tienes que venir rápido y cogerlo antes de que parta la red y escape. Lo coges del cuello como te enseñe y lo metes en la bolsa de cuero. ¿Me has comprendido Deri?

—Claro abuelo, ya soy mayor. No te preocupes.

 

Alasdeir contaba cinco años y era la sombra del viejo Peary. No había paso que éste diera que no tuviera detrás a Deri. De él lo aprendía todo. Ya sabia hacer algún nudo y podía contar las piedras que lanzaba al mar hasta el número ocho, a partir del cual comenzaba a decirlos aleatoriamente lo que hacia a su abuelo estallar en carcajadas. Pero lo que más le gustaba era ir de caza o a buscar hierbas. Entonces estaban solos los dos y él se sentía mayor. Disfrutaba cada minuto, cada segundo, que se le antojaba eterno.

Peary salió de la charca y dejó al niño agazapado cerca de las redes. Cogió la vara de sauce y le colocó un trozo de tela como una especie de banderola que agitaba despacio sobre el agua. Los patos que nadaban tranquilos cerca se percataron enseguida y nerviosamente empezaron a huir hacia la esquina contraria, justamente donde Deri esperaba con las redes. Peary no se movía rápido pues no pretendía que su amenaza hiciera que los patos alzasen el vuelo para alejarse sino que trataran sólo de poner distancia segura de por medio y algunos cayesen en la red. Esperaba que Deri supiera que hacer y no las destrozaran.

Tres de las aves cayeron enredadas y Deri nervioso miraba a su abuelo esperando la señal.

 

— ¡Corre Deri, desengánchalos antes de que las partan! Como yo te enseñe muchacho.

 

El niño se levantó con una bolsa de cuero en la mano y se dirigió al primer animal. Le costó asirlo pues se revolvía con furia y las afiladas uñas de sus patas le hacían daño. Un par de picotazos le hicieron dudar pero, mordiéndose el labio le agarró del cuello y logró meterlo en la bolsa. Fue a por el segundo y con más confianza logró cogerlo a la primera. De pronto lo vio y se quedó petrificado. Su abuelo se acercaba y le llamó.

 

— Deri, ¿qué haces? Se te va a escapar muchacho. Mételo en la bolsa ya y ve a por el otro.

 

Pero Deri no le oía, tenia la vista clavada en el horizonte. Dejó escapar al animal que huyó aleteando entre los juncos. El otro que aun seguía en la red logró zafarse y fue siguiendo a su compañero. Peary llegó donde su nieto y le zarandeó del brazo.

 

--¿Qué te pasa criatura? Lo estabas haciendo estupendamente y vas y los dejas ir. ¿Es que no te acuerdas lo que te enseñé?

 

Deri no le contestó, tan sólo levantó el brazo y señaló al frente. Peary miró hacia donde el niño le indicaba y pudo ver una gruesa columna de humo negro que ascendía tras la colina. Era la aldea, su aldea. Rápidamente cogió al niño en brazos y dándose la vuelta corrió cuanto le permitían sus viejas y cansadas piernas en dirección contraria, hacia las montañas. El anciano reconoció al instante lo que significaba esa humareda. La muerte había llegado del mar en dragones. Deri le oyó murmurar y clavó su mirada en la lejanía. La muerte. Pero, ¿y sus padres, y sus vecinos, y la pequeña Siorsead? Ellos estaban allí. La muerte les cogería a todos. Y su abuelo ¿por qué no hacia nada? Sólo corría hacia las montañas. Huía y dejaba a sus padres a merced de los salvajes, de los dragones. Él imaginaba aquellas bestias enormes que su abuelo le había dibujado con un tizón en una pared, con las fauces abiertas y fieros ojos, con cuernos enormes y un ala grande y cuadrada en la espalda. De su lomo bajaban hombres altos y fuertes de cabeza de hierro y brazos largos que cortaban en dos a la gente. Demonios de fuego que quemaban todo.

Se escondieron en las oquedades de las rocas y comieron bayas que Peary recogía al atardecer. Durante el día permanecían escondidos. Estuvieron así tres días hasta que una mañana Deri echó a andar hacia la aldea. Cuando su abuelo se despertó y vio que faltaba le buscó por los alrededores durante un rato, aunque enseguida comprendió hacia donde se habría dirigido. Lleno de temor ante la ingenuidad del pequeño que corría en pos de una muerte segura o algo peor, salió corriendo por entre las brañas hasta llegar al pantano. Allí estaban las huellas frescas de Deri en dirección a la aldea como él había imaginado. Corría cuanto sus piernas le permitían y sólo se detuvo para tomar una rama gruesa que llevar a modo de garrote por si tenía que defenderse. Bien sabia qué poca oportunidad tendría en caso de encontrarse a alguno de aquellos salvajes y sus enormes espadas y hachas.

Llegó a la aldea y nada más acercarse se topó con el cadáver del pobre Declan Mac Goibhnen, el herrero. Llevaría dos días muerto o quizás tres, pues ya estaba hinchado y ennegrecido. Un tajo en el cuello cubierto de sangre seca daba pistas del último instante de vida del infortunado Declan. Deri no estaba por ningún lado. Le llamó en voz baja y agachado para no ser descubierto si aquellos demonios seguían por los alrededores. De pronto le escuchó. Gritaba como un poseso no lejos de allí. Peary corrió pensando que quizás le habían capturado o quién sabia qué le estarían haciendo. Le encontró de pie en la playa lanzando piedras hacia el mar brumoso.

 

Cuando llegó a la aldea y vio al herrero no le reconoció al instante. Llegó incluso a pensar que era uno de los poneys de la aldea, pero al acercarse y ver que era un hombre retrocedió horrorizado. Lo rodeó y continuó hacia donde tres días atrás había dejado su aldea. En aquel momento era un montón de maderas requemadas y cadáveres. Deri no podía pensar mas que en encontrar a su madre y su hermana. Corrió hacia donde sabía que había estado su casa y sólo pudo encontrar el cadáver de su padre. Lorcan  O'Toghda yacía boca abajo sobre una mancha oscura con la cabeza abierta en dos. Deri se le echó encima llorando y llamándolo con la estéril intención de despertarlo. Entre sollozos oyó un chapoteo en el mar que competía con el ruido de las olas y voces de hombres que no alcanzaba a entender. Cogió un palo y se limpió la nariz con la manga de la camisa. Corrió hacia la orilla cercana gritando. Entre la neblina pudo ver a uno de aquellos dragones que su abuelo le había enseñado. Su cola, su ala en la espalda y la espuma que levantaba con sus múltiples patas avanzando mar adentro. Le lanzó inútilmente el palo con la esperanza de alcanzarlo y que se girara pero éste se hundió a escasos metros ante él y el dragón seguía sin inmutarse. Le gritó con fuerza y con asombro vio como unos hombres emergían de su lomo. Comenzó a insultarlos y a tirarles piedras. En aquel momento oyó la voz de su abuelo a su espalda pero no hizo caso.

 

En el barco oyeron un grito desde la tierra. Snorre, el timonel, llamó a Eric. El negro, como le llamaban sus hombres, se acercó a ver qué quería. El marinero le señaló hacia la orilla. Un niño de unos cinco años gritaba en la playa cada vez más lejana lanzando piedras contra el barco. Pidió un arco a uno de los hombres que se le había acercado. Tensó la cuerda sobre la flecha que había colocado en él y disparó. Ésta se perdió tras el niño que sin inmutarse continuó lanzando piedras y gritando. El que le había prestado el arco se lo pidió y puso una flecha. Tensó y disparó. La saeta cayó cerca pero erró su blanco. Algunos rieron y el tal refunfuñó. Aun hubo un tercero que trató de hacer blanco infructuosamente. El mar algo picado y el bogado continuo de los remos no permitía la puntería y la pequeña y lejana figura en la playa no ayudaba. Como el niño no paraba de gritar Eric le imitó y todos los demás comenzaron a repetir los agudos chillidos de Deri mientras se metían en la bruma. En unos segundos le perdieron de vista y el oleaje acalló sus gritos. Eric se giró y se apartó el pelo rojizo de la cara mientras se dirigía hacia la proa. Sus ojos grises y fríos como el acero de su espada se entrecerraron atisbando en la niebla el destino de los otros dos buques que le acompañaban en la correría.