domingo, 30 de diciembre de 2012

Capítulo VIII


En tierra Peary pudo ver como el drakkar[6] se alejaba en el mar y que los hombres en su interior habían fallado tres tiros mientras el pequeño Deri seguía impasible gritando al mar. Le llamó pero parecía no oírle. No se atrevió a salir por miedo y se sintió avergonzado. Cuando el barco se perdió en la niebla y los gritos irónicos de los piratas vikingos se desvanecieron se atrevió a acercarse a Deri.

— Estás loco chiquillo atolondrado. No sabes lo que has hecho. Podrían haber vuelto.
— Es lo que quería que hicieran — dijo Deri al girarse.

Su mirada iracunda heló la sangre de Peary. Jamás había pensado que un niño tan pequeño podía ser capaz de exteriorizar tal odio. Lo cogió y le hizo volver hacia la aldea a lugar más seguro.

— Esos demonios no volverán ya en mucho tiempo. Pero ya no nos queda aquí nada. Debemos marcharnos. Aquí sólo hay muerte.
— No, esperaremos — dijo Deri. — Tal vez ese dragón vuelva y entonces le mataré. Yo no huiré como tú, abuelo.

Esas palabras atravesaron el corazón del viejo.

— No hijo mío, ya no volverán. Siempre es así. Vienen y se marchan. Dentro de algunos años volverán otra vez y así será siempre.
— Pues yo estaré aquí entonces y seré lo suficientemente mayor como para matarlo.
— Ojalá hijo mío, ojalá. Ahora vayámonos.
— ¿Pero y mi madre, y mi hermanita? Debemos esperarlas.
— No creo que regresen. Ellos se las habrán llevado. A veces es así.
— Pero abuelo, a lo mejor están escondidas por aquí.

Peary cogió al niño en brazos y rebuscó algunas cosas para el largo viaje que estaban a punto de comenzar. Escasas pues lo que no estaba quemado había sido rapiñado por los vikingos de Eric. Caminaban hacia el oeste, a casa de un hermano de Lorcan que vivía en Dromahair, en la tierra de Fir Manach[7], el territorio que colindaba con el reino de Connacht.
Connacht era enemigo a ultranza de Ulaidh, el Ulster como lo rebautizaron los noruegos. Una guerra que se remontaba muchos años atrás y cuyas raíces se hundían en la leyenda, y que se relataba en el Tainbocuailnge.[8]

Les esperaban varias semanas de viaje por caminos pedregosos y colinas. De un lado a otro del sur de Ulaidh debían atravesar la tierra de Dūn, Ard Macha y Monachan, y casi todo Fir Manach. Algo casi imposible para un viejo y un niño de cinco años. Durante los primeros días Deri apenas habló. Una noche mientras comían algo junto a una pequeña hoguera sorprendió a su abuelo con una pregunta.

— Abuelo, ¿quienes son esos hombres y donde viven al otro lado del mar?
— ¿Porqué quieres saberlo hijo? Allá donde vamos ya no podrán hacernos daño.
— Necesito saberlo. Un día iré a buscar a mi madre y a Siorsead. Mataré a su jefe y me traeré su cabeza para colgarla en la puerta de mi casa y que todos vean que no les tengo miedo. Levantaremos la aldea de nuevo y no volverá ningún dragón a asustarnos.
— Claro hijo.
— Abuelo. Dímelo por favor.
— Verás. Esos hombres son los que nosotros llamamos Lochanann, extranjeros. Viven en una gran isla que hay al otro lado del mar y que se llama Breathainn, Britannia. Surcan el mar en sus dragones y saquean las costas de Ēire cada cuatro o cinco años. Lo mejor es olvidarlos. Como te he dicho ya no nos harán daño.

Deri cerró la boca. No preguntó nada más. Peary tampoco le contaría nada. Nada de que hacia unos seis años esos mismos piratas nórdicos aparecieron en la misma playa y estuvieron allí casi un mes. Tampoco le contaría que retuvieron a las mujeres dentro de sus barcos y a ellos les obligaron a trasladar todo el botín que iban atesorando en sus correrías en las poblaciones del interior. Ni que se repartían a las mujeres como si de un juego de naipes se tratara y profanaban sus cuerpos violándolas. Todas menos la joven Muirin, su hija que fue tomada por el jefe de la expedición, Eric el Negro. Jamás le diría que cuando se marcharon y las dejaron libres la mayoría estaban encinta, Muirin entre ellas. Algunas chicas se suicidaron y una desapareció una noche y jamás se supo de ella. El resto tomó hierbas amargas de las que preparan las viejas parteras para hacer abortar. Todas menos Muirin, pues aunque llevara en su vientre el fruto del salvaje pelirrojo decidió que ese pobre niño no pagaría la felonía de su horrible padre. El niño, decían algunas, les serviría para recordarles a todos el mal día en que aparecieron los salvajes del este. Debía deshacerse de él. Pero Muirin se negó aunque se acarreara la aversión de todo el pueblo. Peary la apoyó. Hacia un año que había muerto su esposa y ahora sólo le quedaba Muirin, no iba a contrariarla en su decisión después del horror que había pasado. Unos meses después nació el pequeño Alasdeir y al contrario de lo que todos predijeron, el pequeño Deri hizo añorar esa generación de niños que había sido sacrificada antes de nacer, por todas las muchachas que se acercaban a dar la enhorabuena a Muirin. Deri creció ajeno a su origen y a ser posible continuaría así. Antes de nacer el niño, Muirin fue pedida en matrimonio por Lorcan O'Toghda, un hombre que había venido de las tierras de Fir Manach un año antes y había enviudado recientemente. Peary aceptó ya que se haría cargo de su hija y su futuro nieto cuando él faltase. Durante unos años la vida fue todo lo apacible y tranquila que podría esperarse. Hasta hoy. Ahora Lorcan yacía pudriéndose sobre la tierra y Muirin y su pequeña hija Siorsead que había nacido dos años atrás debían estar navegando en poder de aquellos demonios o descansando en el fondo del mar. Qué más daba, cualquiera de las dos situaciones era parecida, si bien la primera era una muerte en vida mucho más cruel que el destino de Lorcan.

Recorrieron muchas millas hasta llegar casi a la frontera con Connacht y llegaron a Dromahair donde preguntaron por el hermano de Lorcan. Peary se sentía débil y agotado y se alegró de haber conseguido llevar a Deri a salvo hasta sus parientes. No tanto se alegró Ciarain O'Toghda de tener dos bocas más que alimentar en un momento que estaba pasando de escasez.
Cierta noche que Deri no podía dormir escuchó a su abuelo hablando con su tío Ciarain. En un momento de la conversación Peary comentó la suerte que habría corrido su hija en manos de aquel diablo y escuchó un nombre que quedó grabado en su mente como a fuego. Eric el Negro. Jamás lo olvidaría. Ni siquiera cuando un mes más tarde su abuelo murió con sus manos entrelazadas a las suyas. Ni cuando Ciarain lo cogió y lo llevó a enterrar al bosque. Era al atardecer. Lo recordaría mientras viviese. Su tío cargaba el cadáver del desdichado Peary en el hombro y llevaba un azadón en la mano. Él le seguía sollozando. Ya había abierto una fosa y se disponía a echar tierra al bueno de Peary cuando una flecha atravesó su garganta. Deri no sintió nada hasta que vio como Ciarain se desplomaba sobre la mortaja de su abuelo y quedaba inmóvil con una varilla saliendo de su nuca. Comprendió al instante e instintivamente echó a correr hacia el pueblo. Escuchó un silbido a su espalda y vio dos jinetes entre los árboles que le seguían. De pronto se dio de bruces con un tercero que estaba de pie en medio del camino. El golpe le tiró de espaldas dejándolo aturdido. Unas manos lo asieron y lo envolvieron con un saco. Sintió un golpe en la cabeza y de pronto todo se desvaneció a su alrededor.

Despertó unas horas después atado de pies y manos. Trató de gritar pero el dolor de la cabeza le hizo sentir nauseas. A su lado había tres hombres cerca de una fogata. Llevaban petos de cuero y el pelo trenzado. Uno de ellos se giró y llevaba el rostro pintado de líneas azules y motivos extraños. Le preguntó si estaba bien y los otros dos se echaron a reír. También iban cubiertos rostro y brazos de aquella pintura azul. Deri se asustó y empezó a lloriquear. El hombre que le había hablado se acercó y le ofreció comida. El olor de la carne le hizo vomitar y se volvió a desvanecer.


lunes, 17 de diciembre de 2012

Capítulo VII


De cómo y porqué Alasdeir fue a vivir a la corte del rey de Connacht


 

Por la mañana, muy temprano, el viejo Peary despertó al niño. Le había prometido que ese día irían a cazar patos a la laguna que se formaba todos los inviernos cerca del río Lagan. Vivían en una aldea entre la playa y la ciudad de Cill Chaoil. El pequeño Alasdeir estaba nervioso y su abuelo sólo tuvo que llamarlo ligeramente para despertarlo. Cogieron unas redes y algo de comida, y partieron cuando el sol aún comenzaba a asomar tímidamente por sobre la bruma matutina, que flotaba en el mar gris oscuro que les separaba de la isla de “los hombres salvajes”, como llamaban a los escotos o escoceses. Aquella misteriosa tierra era para Alasdeir tan sólo una sombra oscura que en verano se podía ver al otro lado del mar de levante. De allí venían las historias tenebrosas de gigantes de pelo blanco y amarillo que venían sobre dragones monstruosos flotando en el mar. Traían fuego y muerte, destrucción. Seres de otra dimensión que cada cuatro o cinco años surgían de la niebla en una mañana invernal y se llevaban mujeres y niños y mataban a los hombres y ancianos. Alasdeir temblaba sólo de pensarlo mientras su abuelo extendía una red entre unas cañas que crecían en el pantano.

 

      — Mira Deri — así le llamaban cariñosamente — yo con esta vara y esta manta, asustaré a los patos que como son muy vagos en esta época, no querrán volar y nadarán para ocultarse. No debes hacer ruido. Cuando quieran entrar entre los juncos, algunos vendrán hasta aquí y quedarán atrapados en la red. Es muy fina para que no la vean, pero al ser tan fina también es débil. Ahí es donde entras tú. Tienes que venir rápido y cogerlo antes de que parta la red y escape. Lo coges del cuello como te enseñe y lo metes en la bolsa de cuero. ¿Me has comprendido Deri?

—Claro abuelo, ya soy mayor. No te preocupes.

 

Alasdeir contaba cinco años y era la sombra del viejo Peary. No había paso que éste diera que no tuviera detrás a Deri. De él lo aprendía todo. Ya sabia hacer algún nudo y podía contar las piedras que lanzaba al mar hasta el número ocho, a partir del cual comenzaba a decirlos aleatoriamente lo que hacia a su abuelo estallar en carcajadas. Pero lo que más le gustaba era ir de caza o a buscar hierbas. Entonces estaban solos los dos y él se sentía mayor. Disfrutaba cada minuto, cada segundo, que se le antojaba eterno.

Peary salió de la charca y dejó al niño agazapado cerca de las redes. Cogió la vara de sauce y le colocó un trozo de tela como una especie de banderola que agitaba despacio sobre el agua. Los patos que nadaban tranquilos cerca se percataron enseguida y nerviosamente empezaron a huir hacia la esquina contraria, justamente donde Deri esperaba con las redes. Peary no se movía rápido pues no pretendía que su amenaza hiciera que los patos alzasen el vuelo para alejarse sino que trataran sólo de poner distancia segura de por medio y algunos cayesen en la red. Esperaba que Deri supiera que hacer y no las destrozaran.

Tres de las aves cayeron enredadas y Deri nervioso miraba a su abuelo esperando la señal.

 

— ¡Corre Deri, desengánchalos antes de que las partan! Como yo te enseñe muchacho.

 

El niño se levantó con una bolsa de cuero en la mano y se dirigió al primer animal. Le costó asirlo pues se revolvía con furia y las afiladas uñas de sus patas le hacían daño. Un par de picotazos le hicieron dudar pero, mordiéndose el labio le agarró del cuello y logró meterlo en la bolsa. Fue a por el segundo y con más confianza logró cogerlo a la primera. De pronto lo vio y se quedó petrificado. Su abuelo se acercaba y le llamó.

 

— Deri, ¿qué haces? Se te va a escapar muchacho. Mételo en la bolsa ya y ve a por el otro.

 

Pero Deri no le oía, tenia la vista clavada en el horizonte. Dejó escapar al animal que huyó aleteando entre los juncos. El otro que aun seguía en la red logró zafarse y fue siguiendo a su compañero. Peary llegó donde su nieto y le zarandeó del brazo.

 

--¿Qué te pasa criatura? Lo estabas haciendo estupendamente y vas y los dejas ir. ¿Es que no te acuerdas lo que te enseñé?

 

Deri no le contestó, tan sólo levantó el brazo y señaló al frente. Peary miró hacia donde el niño le indicaba y pudo ver una gruesa columna de humo negro que ascendía tras la colina. Era la aldea, su aldea. Rápidamente cogió al niño en brazos y dándose la vuelta corrió cuanto le permitían sus viejas y cansadas piernas en dirección contraria, hacia las montañas. El anciano reconoció al instante lo que significaba esa humareda. La muerte había llegado del mar en dragones. Deri le oyó murmurar y clavó su mirada en la lejanía. La muerte. Pero, ¿y sus padres, y sus vecinos, y la pequeña Siorsead? Ellos estaban allí. La muerte les cogería a todos. Y su abuelo ¿por qué no hacia nada? Sólo corría hacia las montañas. Huía y dejaba a sus padres a merced de los salvajes, de los dragones. Él imaginaba aquellas bestias enormes que su abuelo le había dibujado con un tizón en una pared, con las fauces abiertas y fieros ojos, con cuernos enormes y un ala grande y cuadrada en la espalda. De su lomo bajaban hombres altos y fuertes de cabeza de hierro y brazos largos que cortaban en dos a la gente. Demonios de fuego que quemaban todo.

Se escondieron en las oquedades de las rocas y comieron bayas que Peary recogía al atardecer. Durante el día permanecían escondidos. Estuvieron así tres días hasta que una mañana Deri echó a andar hacia la aldea. Cuando su abuelo se despertó y vio que faltaba le buscó por los alrededores durante un rato, aunque enseguida comprendió hacia donde se habría dirigido. Lleno de temor ante la ingenuidad del pequeño que corría en pos de una muerte segura o algo peor, salió corriendo por entre las brañas hasta llegar al pantano. Allí estaban las huellas frescas de Deri en dirección a la aldea como él había imaginado. Corría cuanto sus piernas le permitían y sólo se detuvo para tomar una rama gruesa que llevar a modo de garrote por si tenía que defenderse. Bien sabia qué poca oportunidad tendría en caso de encontrarse a alguno de aquellos salvajes y sus enormes espadas y hachas.

Llegó a la aldea y nada más acercarse se topó con el cadáver del pobre Declan Mac Goibhnen, el herrero. Llevaría dos días muerto o quizás tres, pues ya estaba hinchado y ennegrecido. Un tajo en el cuello cubierto de sangre seca daba pistas del último instante de vida del infortunado Declan. Deri no estaba por ningún lado. Le llamó en voz baja y agachado para no ser descubierto si aquellos demonios seguían por los alrededores. De pronto le escuchó. Gritaba como un poseso no lejos de allí. Peary corrió pensando que quizás le habían capturado o quién sabia qué le estarían haciendo. Le encontró de pie en la playa lanzando piedras hacia el mar brumoso.

 

Cuando llegó a la aldea y vio al herrero no le reconoció al instante. Llegó incluso a pensar que era uno de los poneys de la aldea, pero al acercarse y ver que era un hombre retrocedió horrorizado. Lo rodeó y continuó hacia donde tres días atrás había dejado su aldea. En aquel momento era un montón de maderas requemadas y cadáveres. Deri no podía pensar mas que en encontrar a su madre y su hermana. Corrió hacia donde sabía que había estado su casa y sólo pudo encontrar el cadáver de su padre. Lorcan  O'Toghda yacía boca abajo sobre una mancha oscura con la cabeza abierta en dos. Deri se le echó encima llorando y llamándolo con la estéril intención de despertarlo. Entre sollozos oyó un chapoteo en el mar que competía con el ruido de las olas y voces de hombres que no alcanzaba a entender. Cogió un palo y se limpió la nariz con la manga de la camisa. Corrió hacia la orilla cercana gritando. Entre la neblina pudo ver a uno de aquellos dragones que su abuelo le había enseñado. Su cola, su ala en la espalda y la espuma que levantaba con sus múltiples patas avanzando mar adentro. Le lanzó inútilmente el palo con la esperanza de alcanzarlo y que se girara pero éste se hundió a escasos metros ante él y el dragón seguía sin inmutarse. Le gritó con fuerza y con asombro vio como unos hombres emergían de su lomo. Comenzó a insultarlos y a tirarles piedras. En aquel momento oyó la voz de su abuelo a su espalda pero no hizo caso.

 

En el barco oyeron un grito desde la tierra. Snorre, el timonel, llamó a Eric. El negro, como le llamaban sus hombres, se acercó a ver qué quería. El marinero le señaló hacia la orilla. Un niño de unos cinco años gritaba en la playa cada vez más lejana lanzando piedras contra el barco. Pidió un arco a uno de los hombres que se le había acercado. Tensó la cuerda sobre la flecha que había colocado en él y disparó. Ésta se perdió tras el niño que sin inmutarse continuó lanzando piedras y gritando. El que le había prestado el arco se lo pidió y puso una flecha. Tensó y disparó. La saeta cayó cerca pero erró su blanco. Algunos rieron y el tal refunfuñó. Aun hubo un tercero que trató de hacer blanco infructuosamente. El mar algo picado y el bogado continuo de los remos no permitía la puntería y la pequeña y lejana figura en la playa no ayudaba. Como el niño no paraba de gritar Eric le imitó y todos los demás comenzaron a repetir los agudos chillidos de Deri mientras se metían en la bruma. En unos segundos le perdieron de vista y el oleaje acalló sus gritos. Eric se giró y se apartó el pelo rojizo de la cara mientras se dirigía hacia la proa. Sus ojos grises y fríos como el acero de su espada se entrecerraron atisbando en la niebla el destino de los otros dos buques que le acompañaban en la correría.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Capítulo VI


Al atardecer ya estaban en Cill Mhantāin, o Wykynlo como solían llamarla cada vez más. Se alojaron en el establo de un almacén propiedad de un conocido de Barra. Al día siguiente irían al puerto a buscar un barco, no querían permanecer mucho tiempo en un lugar muy frecuentado por gentes del norte que pudieran reconocer en ellos a los que andaría buscando Flintan. Los niños quedaron dormidos enseguida pero Ardrid permaneció en una duermevela vigilante y con un cuchillo en la mano. Nunca se sabía cuando se dormía en lugar ajeno.

Vápnum sínum skal-a maðr velli á feti ganga framar, því at óvíst er at vita, nær verðr á vegum úti geirs of þörf guma. (Ni un paso jamás de sus armas se aparte hombre que va por el llano, nunca se sabe por esos caminos cuándo hará falta la lanza.) — dijo el viejo recordando las palabras del Havamal, las enseñanzas que según los nórdicos había escrito el mismísimo Odín.

Por suerte no tuvo que necesitarlo y la noche transcurrió tranquila. A la mañana siguiente dejó a los niños al cuidado de la esposa de Barra y fue con él al puerto a buscar a ese marino del que le habló. Le encontraron en su barco cargando mercancías. Se trataba de un noruego que solía hacer la ruta desde Wykynlo hasta Dubris (Dover) y Lundenwic (Londres) llevando y trayendo mercaderías. Por suerte, y aunque los niños no lo sabían, Alasdeir había dejado oro suficiente como para vivir con bastante holgura durante bastante tiempo. De ese oro pagó Ardrid para que los tres, con su equipaje, pudieran hacer el viaje que les llevaría con suerte una semana. Lo importante era salir de la isla y no ser descubiertos. El barco, un viejo knorr, cargada su panzuda bodega parecía que se iba a hundir, pero Ardrid sabía que en manos expertas aquellos gigantes surcaban las olas con suavidad.

Tres días después zarpaban para cruzar el pequeño mar de los irlandeses que les separaba de la gran isla de Albión. Los niños se despidieron de la esposa de Barra y ésta les entregó un hatillo con algunas viandas y chucherías. Ardrid se despidió a su vez del hombre que tan amablemente les había ayudado.

— Espero que encuentres tu destino y que éste sea pródigo en alegrías — dijo el comerciante.

— Que el Tuerto te mire con su ojo bueno (expresión vikinga referida a Odín que sólo tenía un ojo ya que perdió el otro como precio por tener sabiduría).

Lars, así se llamaba el navegante, les acomodó bajo una lona que iba de borda a borda en popa y servia como exiguo camarote. Los niños temblaban pues nunca habían visto un barco y mucho menos tan grande y además el mar rodeándolos, aún cuando hacia buena mar y se preveía un viaje poco accidentado. Los marineros, acostumbrados a todo, no hicieron preguntas sobre los pasajeros y se limitaban a echarles un ojo de vez en cuando. Y así en unos días llegaron a Dubris. Aunque Sinead insistió en querer bajar a tierra para sentir tierra firme bajo sus pies, Ardrid no se lo permitió arguyendo que era mejor así.

— Si pones los pies en tierra volverás a marearte ya que tu cuerpo se ha acostumbrado al movimiento y cuando zarpemos de nuevo volverás a sentirte mal otra vez.

— Estoy harta— dijo la niña. — Yo no quería hacer este viaje. Quiero volver a casa.

— Tampoco querías que tu padre muriese, pero el destino así lo ha querido. No saldremos del barco porque es peligroso.

— Siempre es peligroso, todo es peligroso. Pero nunca nos cuentas porqué ese hombre vino a matar a nuestro padre. Tenemos derecho a saber.

Ardrid miró a los dos niños y en su interior supo que tenían razón. Era hora ya de que supieran quién fue su padre.
 
— Muy bien — dijo — sentaos y no me interrumpáis. Os contaré una larga historia. Quizás os parezca una patraña o un cuento, pero es real. Vuestro padre nació en un lugar y en una época en que ocurrían sucesos fantásticos y convivió con seres que os han dicho que sólo están en la imaginación de los paganos y con hombres y mujeres heroicos y valientes. Todo empezó hace muchos años en la tierras del norte de Irlanda.

— Sí, eso nos lo decía él — dijo Sinead.

Ardrid la miró de reojo.

— Cállate Sinead, déjale contar — cortó Ian que escuchaba la narración boquiabierto.

— En fin, sé que me andaréis interrumpiendo pero, os he dicho que os lo contaré y así lo haré.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Capítulo V


Tardaron tres días en llegar a Cill Mhantāin, “la iglesia de Mantán”, un puerto a orillas del mar que les separaba de Anglia. Contaban que Mantán era un monje que acompañaba a San Patricio. Cuando llegaron al puerto los habitantes les apedrearon y una piedra alcanzó a ese monje en la boca. Desde entonces le llamaban mantachān, “el desdentado” y decidió como penitencia quedarse a cristianizar el lugar. Desde que llegaron los extranjeros el puerto era llamado también Wykynlo, el vado de los Vikingos (Wicklow). Habían cruzado por las montañas y pasado la noche antes en un monasterio a orillas de un lugar llamado Glean Dā Loch el Valle de los dos lagos (Glendalough). A Sinead le encantó el lugar y habló a Ardrid de quedarse a vivir allí. El viejo refunfuñó y negó sin decir una palabra. Sinead le reprochó que quizás el hecho de tener que vivir al lado de un monasterio no fuera bueno para él pero no era nada malo para el pequeño Ian y para ella misma. Ardrid le recordó que tenían una misión que realizar.

— Cuando hayamos llevado a tu padre al lugar al que pertenece y hayamos devuelto a su dueño legítimo un objeto muy preciado.

— ¿A mi padre y a quién más? Porque en esa vasija no sólo está mi padre. Creo que es hora de que me digas de una vez quién era la persona que acompaña a mi padre. Y de paso, qué es ese objeto tan preciado por el que dio su vida sin importar que pasara con nosotros— Sinead soltó lo último como una bofetada.

— Precisamente dio su vida por protegeros.

— ¿Pero quienes somos nosotros para que nadie venga a buscarnos? Somos unos pobres labradores.

— También en eso te equivocas pequeña Sinead.

La niña esperaba la explicación cuando el pequeño Ian se despertó y pidió algo de comer. Ardrid detuvo el carro y preparó algo de comida que le dieron los monjes. Sabía que en breve Sinead volvería al ataque y que a no mucho tardar tendría que empezar a contarle algo. Ian se levantó con un trozo de queso en la boca y señalando al camino llamó la atención de los dos.

— Creo que viene alguien. Por allí.

— Rápido, los dos, fuera de aquí. Escondeos tras los helechos. No salgáis hasta que yo lo diga. Bajo ningún concepto y veáis lo que veáis. Te lo digo a ti en especial Ian. 

Ardrid se levantó sobre el carro para ver bien a quien se acercara mientras los niños se escondían raudos como conejillos.

Dos carros tirados por mulas venían en la misma dirección que ellos. Se trataba seguro de comerciantes que se dirigirían a Cill Mhantāin. Cuando llegaron a su altura se detuvieron para saludarle. En Irlanda era difícil pasar de largo sin que alguien te preguntase por la última noticia o a quien habías visto. Había autentica avidez por conocer cualquier cosa que hubiese podido acontecer y el ver a un extraño era abrir la posibilidad de enterarse de algo nuevo.

— ¡Slāinte! (Salud) — dijo el primero de los hombres. — Me llamo Barra ¿le importa que comamos aquí?

— El camino es libre — contestó Ardrid aparentando.

— No pretendemos molestarte, es por comer acompañados y charlar un poco — dijo el conductor del otro carro.

— No me molestáis, sólo que ya iba a marcharme.

— Bueno, entonces comeremos solos.

Ardrid se empezó a poner nervioso ya que no sabía como recuperar a los niños con los dos hombres allí. Como los hombres no se daban prisa comenzó a recoger y a dar vueltas alrededor del carro. Los hombres se miraban extrañados.

— ¿Te ocurre algo amigo? — dijo el que decía llamarse Barra.

Ardrid gruñó y subió al carro. Hizo un gesto imperceptible hacia los arbustos para que le siguiesen más adelante. Arreó al buey y se despidió de los hombres. Éstos le observaban marchar cuando sintieron moverse algo entre los arbustos. Rápido se levantaron y cogiendo cada uno su bastón se dispusieron a defenderse.

— ¿Quién anda ahí? Sal o tendrás problemas.

Ardrid continuaba ajeno a todo mientras de entre las matas salieron tímidamente los dos niños.

— ¿Quiénes sois y que hacíais ahí?

— Señor déjenos marchar, no hacíamos nada — dijo Sinead mirando de reojo el carro de Ardrid que se alejaba.

Uno de los hombres agarró a Ian y Sinead lanzó un grito. Al instante Ardrid se giró y vio lo que sucedía unos metros atrás. Saltó del carro y buscó la vieja espada de Alasdeir.

Con una finta casi descabeza al que asía a Ian, pero por el rabillo del ojo le vio llegar y se apartó casi de milagro. Al verle armado de aquella impresionante espada los dos hombres habrían huido pero temiendo perder la carga que transportaban decidieron negociar.

— Tranquilo hombre, no pretendíamos hacerle ningún daño.

— ¿Son tus hijos, porqué los escondías? — dijo Barra.

Ardrid tras la hoja negra protegía a los niños como un jabalí herido.

— Dejadnos ir, no tenemos nada que deciros.

— ¿Porqué tiene que ser así? Sólo somos comerciantes, quedaos con nosotros. No tenemos ninguna intención de haceros nada.

— Os vendría bien conocer gente en Cill Mhantāin, sobre todo si tenéis que ir escondiéndoos.

Ian y Sinead miraban nerviosos a Ardrid y este no dejaba de pensar. Seria muy fácil matarlos, había matado muchos hombres y no de uno en uno siempre. Eso sin embargo les traería más complicaciones en la ciudad y quizás tenían razón y podrían servirles como intermediarios con algún capitán de los barcos atracados.

— Está bien pero no hagáis preguntas — Ardrid bajó la guardia y los hombres también se relajaron.

— Empecemos de nuevo compañero, me llamo Barra y mi acompañante Connall. Somos transportistas de lana y vamos a vender esta en la ciudad.

— Soy Ardrid y estos son mis hijos — mintió, — mi esposa murió y vamos a buscar un barco para regresar a Yorvik (York) al otro lado del mar.

— Os acompañaremos y juntos buscaremos algún barco que os lleve hasta vuestra tierra. Conozco a algunos marineros que por poco dinero os llevarían.

Ardrid aceptó aun a regañadientes pero no tenían otra opción, no hacerlo sólo les traerían más problemas si querían pasar desapercibidos.