martes, 23 de abril de 2013

Capítulo XVI

Alasdeir se giró y al verlos huyó. El tiempo que tardaron en intentar atender inútilmente a Eric fue precioso para el joven Uladh. Se escabulló entre las edificaciones cercanas al río. Cuando los noruegos perdieron la pista retrocedieron hasta donde su capitán yacía muerto. Lo recogieron y lo llevaron hasta su barco. Inmediatamente se creó una partida de búsqueda mientras algunos fueron a denunciarlo al rey Ivar.

 

    Es un joven irlandés de pelo rubio rojizo que viene con un grupo de jóvenes cadetes.

    Sé de quién se trata — dijo el rey que les había recibido—. Traedlos a mi presencia — dijo al jefe de su guardia.

 

Los de Connacht fueron conducidos a la torre de madera donde residía el rey de Dyflin. Allí les preguntaron una y otra vez sobre el paradero de Alasdeir. Ciarain, que se erigió en portavoz de los suyos estaba indignado con los hechos. Pidió permiso al rey para regresar a Sligo, la capital del Connacht, e informar a su rey. Ivar exigió un rehén y fue Kenneth, uno de los mejores amigos de Alasdeir, quien se presentó voluntario. El rey quedó de acuerdo y despidió tanto a los de Connacht como a los noruegos. Ciarain renegaba de Alasdeir, camino de la taberna donde se alojaban.

 

    Alguna razón debe tener para haber hecho eso, ¿no te fijaste como miraba ayer el barco de ese noruego? — dijo uno de los jóvenes.

    Y tanto interés por saber de quién era el drakkar. Creo que teníamos que haberle preguntado cuando le vimos ayer tan preocupado y tan extraño — dijo otro de ellos.

    Sea como sea, Eochaid se enfadará mucho cuando se entere. Vamos a recogerlo todo y larguémonos de aquí enseguida — dijo Ciarain, — no creo que esos galls se conformen con lo que el rey Ivar ha dicho. No voy a esperar que vengan a destriparme.

 

Todos se sumaron a la decisión y se apresuraron a salir cuanto antes hacia Sligo. E hicieron bien pues, tan solo unas horas más tarde, un grupo de vikingos de la partida de Eric se presentó donde se habían estado alojando para dar buena cuenta de ellos. Se salvaron de ser perseguidos por los norsemen porque no querían alejarse de su barco. Poco les habría costado arrendarse unos caballos y haberles dado caza en unas horas.

Mientras sus compañeros corrían por los caminos de Laighean, Alasdeir se hallaba escondido en uno de los muchos almacenes que formaban la vieja ciudad de Dyflin, a orillas de las negras aguas del Liffey. Se tranquilizó cuando tras unas horas de espera nadie le había encontrado aún. Esperaría a la noche para salir de la ciudad y buscar la manera de llegar a Connacht. De pronto reparó en que estaba abrazado a la espada de Eric. La sangre del vikingo aún estaba fresca y Uladh la dejó en el suelo asqueado. Pasó algún tiempo allí agachado entre costales de cebada y bultos. La tensión de lo ocurrido y el no haber comido nada en casi veinticuatro horas le tenia adormecido. Una voz le sacó del trance.

 

    ¿Qué tenemos aquí? Tenemos un ladrón aquí detrás — dijo un hombre de larga barba y el pelo largo hasta más abajo de los hombros.

 

El gigante noruego se agachó y le observó mientras se rascaba la barba. Alasdeir recogió la espada para defenderse de una muerte segura si aquellos, como creía, eran los hombres de Eric. El noruego se echó hacia atrás y alzó las palmas desnudas en señal de paz. Un par de compañeros se le acercó. Se trataba de un hombre alto y moreno de mediana edad y un joven de pelo también oscuro.

 

    Espera — dijo el mayor, — ¿eres tú el que ha mandado a Eric a Niflheim? Tienes a todo Dyflin detrás de ti.

    No os acerquéis a mí o acabaré con vosotros — musitó Uladh.

    No tienes que temer nada. No vamos a hacerte daño — esta vez el que habló fue el más joven —. No tardarán en encontrarte. Podríamos ayudarte si confías en nosotros.

    ¿Porqué tendría que fiarme? — dijo Uladh aún aferrado a la espada.

    Porque odiábamos a Eric tanto como tú. Ese mal nacido no respetaba ni a su gente.

 

El joven le tendió la mano. Uladh bajó el arma y se incorporó despacio. Los hombres que acompañaban al más joven se echaron hacia atrás para dejarle espacio. Los dos jóvenes se asieron del brazo a modo de saludo.

 

    Mi nombre es Sigurdr Sigmundsønn. Mañana salimos hacia Bergen. Podemos llevarte a lugar seguro... si quieres.

    Me llamo Alasdeir O’Thoghda, pero mis compañeros me conocen como Uladh. Si pudierais llevarme hasta Sligo, seguro que el Rī Eochaid os recompensará.

    Ya hablaremos de eso cuando estés a salvo. Ahora tenemos que pensar cómo sacarte de aquí sin que te descubran. Ah, por cierto... te llamaré Uladh, no podría pronunciar lo otro.

 

Una carreta se acercó hasta el almacén y en ella se introdujo Uladh para ser conducido hasta el puerto. No solo la guardia de Ivar le buscaba; también la gente del Negro andaba rastreando las calles para darle caza. Estaba seguro que si los hombres de Eric daban con él su muerte no seria instantánea. Pero si era el rey de Dyflin, quizás también lo entregase a los noruegos para que tomasen venganza sobre él. De cualquiera de las maneras su vida pendía de un hilo y este hilo era en este momento aquel joven noruego llamado Sigurdr que le brindaba su ayuda.

Una vez llegaron hasta el puerto, fue embarcado en un drakkar que estaba amarrado justo dos barcos más allá de el del propio Eric. Tanto era así que debían pasar por él a través de unos tablones puestos como puente entre unos y otros. Sigurdr decidió que era el lugar más seguro, la misma guarida del dragón. Era el lugar donde menos se les ocurriría mirar. Para ello le envolvieron con unos sacos de arpillera y simularon llevar algún fardo de la carga normal de un buque a punto de zarpar. Prácticamente todo estaba preparado para salir a la mañana siguiente y así ocurrió, cuando comenzaba a amanecer los remos del dragón se hundieron en el Liffey y la quilla se deslizó suavemente por sus negras aguas. Hasta que no abandonaron la costa no salió Uladh de debajo de la toldilla donde se ocultaba. A pesar de que el mar era un plato y el drakkar muy marinero, Uladh nunca había navegado y estaba aterrado. Aterrado y mareado, por navegar a bordo de algo tan veloz y a través de un mar sin fin y más profundo que el más profundo de los ríos por los que él había cruzado. Aterrado por que iba a lomos de aquello que más temía, un dragón de madera y maromas de cáñamo. Rodeado de la gente que más le sobrecogía, vikingos.

El joven que le había ayudado se le acercó a traerle un cuenco con cerveza. Uladh lo rechazó con cara de asco.

 

    Es lo mejor que puedes tomar para asentar el estómago. Øl caliente.

    No podría. La vomitaría.

    Que va — dijo Sigurdr —. La cerveza te hinchará el vientre y no lo sentirás pegado a la espalda. La espuma evita que el liquido se mueva dentro del estómago y te de más sensación de mareo. El calor te reconfortará y además sirve de alimento.

 

El noruego le acercó de nuevo el humeante cuenco. Uladh lo cogió y se lo acercó a los labios. Bebió un poco y puso mala cara. Aquello sabía a orines. Él nunca había bebido aquel tipo de mejunje. La cerveza que ellos tomaban era más suave y además fría. Invitado por Sigurdr apuró el contenido y se recostó.

 

    Has matado a un gran guerrero tú solo.

    Pensé que también le odiabas — dijo el irlandés.

    Eso no quiere decir que no le respetase como rival ¿Qué te hizo para que le matases? Y de esa forma tan indigna para un norsemen.

    Hace bastante tiempo él mató a mi padre de forma más indigna aun. Juré vengarme y los dioses han tenido en cuenta mis plegarias. Mi vida se trastocó desde aquel día.

    Y más que se va a trastocar desde este momento. Seguro que su gente decretará la Bløtrache sobre ti. Si no tienes un poco de suerte amigo mío, estás muerto.

    Y vosotros ¿qué cuenta pendiente tenia con vosotros?

    Es algo muy largo de contar y que pertenece al pasado ya.

 

Sigurdr no le contaría que su padre, el viejo Sigmund Sigmundsøn apodado Ravna, era rival de Eric Mjork. Que una vez, cuando eran jóvenes, eran vecinos de aldea hasta que fue arrasada por el rey Harald Hårdradda de Noruega y tuvieron que buscar tierras nuevas y convertirse en vikingos.



 

La costa de Connacht era alta y escarpada y solo algunos puertos naturales, muy escasos, podían ser utilizados para el arribe de grandes naves. Los ríos caudalosos y salvajes del reino hacían muy difícil la subida de los rápidos drakkars. Tampoco había allí nada que interesara a los escandinavos, por eso resultó toda una novedad cuando aparecieron las velas del buque de Sigurdr Sigmundsøn por la bahía de Sligo. La guardia del Rī Eochaid formó en el escueto embarcadero del puerto. Una comitiva formada por el comandante noruego y varios de sus hombres descendió del barco y pidió ser recibido por el Rī. Fueron escoltados al dūn y se entrevistaron con el propio Eochaid. Fueron agasajados como si se tratase de embajadores de algún reino exótico. Pocas visitas recibía el Rī Eochaid en su lejana ciudad de Sligo y los extranjeros recién llegados eran un aliciente en la relajada y aburrida vida de la corte. Tampoco era cuestión de contrariar a aquellos hombres considerados salvajes por los irlandeses. Cabe decir que los propios irlandeses eran considerados a su vez como salvajes por los escandinavos.

Al anochecer regresaron a su nave amarrada en el puerto. Sigurdr levantó la cortina que cerraba la toldilla donde estaba escondido Uladh.

 

    Tu rey me ha dado garantías de que no te sucederá nada. Desea hablar contigo sobre lo sucedido. Creo que es un hombre sincero.

    Es un rey justo y honorable. No esperaba menos.

 

Al día siguiente se presentó ante el Rī junto a Sigurdr, que se ofreció como mediador. En el oscuro salón del trono se encontraba toda la familia real, los jefes de las tribus que estaban en ese momento en la capital y los líderes militares con el instructor incluido. Uladh se arrodilló ante el Rī y pidió perdón por lo ocurrido.

 

    No sé qué motivos te impulsaron a matar a ese hombre, Alasdeir, pero has cometido una grave falta. Has puesto en evidencia a tu Rī y en peligro a nuestro reino que ya de por sí está solo en esta bendita isla.

    Os pido perdón mi señor. No tengo palabras para justificar el hecho de haberos fallado en una sencilla misión como la que me encomendasteis. Pero puedo aseguraros que tenía una razón poderosa para hacerlo.

    Supongo que así es — dijo el Rī mientras hacia una seña para que se acercara el joven cadete que acompañó a Uladh a Dyflin —. Ciarain, tu palabra está bajo el juramento de soldado. Contéstame, ¿medió provocación por parte del lochanann?

    No sabría decirlo a ciencia cierta.

    Explícate.

    Uladh se detuvo y habló con ellos. Eso para mí es ya una provocación habida cuenta que los salvajes galls — los noruegos comenzaron a murmurar ya que entendían bastantes palabras en gaélico. Sigurdr les calmó con un gesto —, aprovechan cualquier ocasión que se les brinde para cometer cualquier exceso contra nuestra gente. Yo le advertí y él no quiso escucharme, estaba como abstraído.

    Bien, bien. Alasdeir, ¿qué tienes que decir a todo esto? — dijo Eochaid dirigiéndose a Uladh. Éste no contestó — ¿Te hizo o te dijo algo que constituyese un insulto? Dime algo con lo que yo pueda acudir a Ivar de Dyflin para justificar tu conducta y fijar el precio de la sangre de ese lochanann.

    Juré matarlo y lo hice. No me arrepiento de ello... tan solo de que haya sido de forma que os haya insultado y no haya podido serviros como merecéis.

    Está bien Uladh. Cuando te trajimos aquí, eras un pequeño salvaje de un reino enemigo odiado, despreciado y aborrecido por nosotros. Te ganaste nuestra confianza cuando salvaste a nuestra hija de una muerte segura arriesgando la tuya propia y eso no lo vamos a olvidar. Esperarás a que envíe una embajada a Dyflin o reciba aquí la suya para negociar tu rescate. Te dejaré libertad pero has de prometerme que no huirás de aquí o te juro por la Diosa que yo mismo te degollaré cuando te encuentre y no descansarás tranquilo mientras haya un soplo de vida en tus pulmones.

 

Uladh asintió y se retiró acompañado del instructor. Sigurdr pidió quedarse hasta que todo quedase aclarado y así mientras podría conocer la zona para la posibilidad de abrir nuevas rutas de comercio. A pesar de la reticencia de los jefes tribales a acoger a un salvaje que, según sus palabras,  podría estar reconociendo futuros territorios de caza, Eochaid le invitó a vivir en su dūn para formalizar una alianza con el extranjero del este.

Llamaron a la puerta del alojamiento de la tropa, era Maeve. Los tres o cuatro cadetes que descansaban en su interior se la quedaron mirando. Se levantaron y salieron fuera dejando solos a los dos jóvenes.

 

    ¿Mataste a tu dragón? — dijo ella.

    Ahora mi gente ha sido vengada, Maeve. Tú me comprendes ¿verdad?

    Me prometiste que te acompañaría a hacerlo Uladh.

    Me lo topé y no pude evitarlo. La Diosa lo puso en mi camino. Tendré que marcharme de aquí Maeve — dijo al final cambiando de tema.

    Mi padre hablará con ese rey noruego y le convencerá. Él es muy poderoso.

    Va a ser muy difícil hermana, la gente de ese Eric no se va a contentar con oro. Ese gall que me trajo aquí me lo ha dicho. Han decretado una especie de venganza contra mí y sólo se lavará con mi sangre o la de los míos. Por eso te pido que no se te ocurra seguirme.

    Ni hablar, tenemos un juramento. Recuerda, allí donde te necesite acudirás tú. Allá donde me necesites, acudiré yo.

    Esto lo he formado yo sólo y soy yo quien debe pagar.

    Pero... — protestó la pelirroja.

    Prométeme que no me seguirás.

    ¿Y no volveremos a vernos?

    Claro que sí, pero dentro de un tiempo.

    ¿Y adonde irás Uladh?

    Le pediré a ese Sigurdr que me lleve con él. No parece mala gente.

    Te convertirás en uno de ellos. Al final serás lo mismo que eso que tanto odiaste.

    Tal vez sea mi destino Maeve, si el dragón me dejó con vida y permitió que matase al hombre de hierro que lo guiaba, quizás quiera que sea yo el que lo monte.

    Está bien hermano, veo que no podré convencerte. Pero recuerda, no te perdonaré nunca el que te marches sin mí y si algún día estás en peligro y no envías a buscarme, yo misma te mataré si no logran hacerlo esos malnacidos — dijo llorando de rabia mientras se marchaba.

 

Uladh se quedó pensativo. Nunca hubiera querido separarse de su alma gemela, pero tampoco quería arrastrarla a aquel destino que le tenían reservados los dioses. Algún día lo comprendería.

jueves, 4 de abril de 2013

Capítulo XV


“Eric”, el nombre resonó en el interior de Alasdeir como si lo hubiesen pronunciado dentro de un tonel. Sintió de pronto un vuelco en el corazón y por un momento tuvo que luchar por no expulsar el contenido de su estomago. Las piernas le temblaron y hubo de esforzarse en dominar las convulsiones. Ciarain le puso la mano en el hombro y volvió a pedirle que le siguiera. Los vikingos reían ante el comentario del que señalaba a Alasdeir y más aun al ver la reacción del muchacho, teniéndola por miedo y no por la ira que en ese momento dominaba al irlandés.

 

    Uladh, hazme caso. Vámonos — Ciarain arrastraba prácticamente a Alasdeir ante las risas de los marinos.

    Vete a casa muchacho. Mamá te estará esperando — los seis hombres se marcharon hacia los muelles riendo.

    ¿Estás loco tú, idiota? Nos ha ido por un pelo ¿Quieres que nos maten? — Ciarain se llevaba los dedos a la frente mientras se dirigían a la posada echando miradas hacia atrás.

 

Los vikingos les hubieran hecho trizas sin apenas mover una ceja. No era raro que las riñas o desplantes entre marineros norteños y paisanos irlandeses acabaran en muerte. La balanza normalmente se decantaba del lado de los norsemann, como se llamaban a sí mismos, bien fuera por su vida de luchas y pelea continua o por las mejores armas que llevaban.

 

    ¿Te fijaste en ese cachorro Eric? Tenía tu mismo pelo — dijo uno de los marinos —. A lo mejor es uno de tus hijos irlandeses — todos rieron.

    Podrías serlo tú si tu madre no hubiese sido tan horriblemente fea, Roald.

 

Las carcajadas atronaban en la oscuridad que ya se había cernido sobre el puerto escasamente iluminado por unas antorchas. Eric no pudo reprimir mirar hacia atrás, al grupo de jóvenes que ya sólo eran una mancha en la lejanía.

 

Alasdeir no concilió el sueño en toda la noche. Había tenido a escasos pasos al hombre que había matado a su padre y a sus vecinos, y que sabía qué había sido de su madre y hermana. No supo diferenciar si lo que había sentido era, producto de un miedo primario y elemental ante la posibilidad de morir a manos de aquél que había acabado con el mundo en el que tendría que haber vivido, o la furia salvaje y simple del deseo de venganza. La imagen del dragón hundiéndose en la bruma se le apareció de nuevo como hacia mucho que no lo hacia. Tenía que matarlo y al día siguiente partirían. Era ahora o nunca. Ni el glorioso Cu Chullain tuvo la oportunidad de vengarse tan a la mano. No esperaría más. Estaba decidido a morir si era preciso.

Se levantó sigilosamente para no despertar al resto de compañeros que compartían la escueta habitación que habían podido alquilar. Se colocó el capote y tomó el cuchillo y su shilellag. Era poco pero bastaría si lograba cogerlo por sorpresa. Echaba de menos la lanza con la que se ejercitaba con Maeve. Y a ella también. Si hubiese estado aquí habría tenido una ayuda magnífica para cumplir su propósito. Salió diligente de la posada y se encaminó hacia el cercano puerto. El olor a ciénaga le indicaba que no estaba lejos. Se ocultó de algunos guardias de ronda que vigilaban las calles enfangadas de Dyflin. El amanecer seria el momento perfecto para coger distraído al criminal. En algún momento bajaría del barco antes de zarpar. No iba a tener tan mala suerte ya que los dioses habían dispuesto que se encontraran después de tanto tiempo ¿Y si no estaba solo? Ya daba igual. Sólo necesitaba acercarse lo suficiente para hundirle el cuchillo en el cuello o las ingles. No se lo esperaría de un simple muchacho desarmado. Si luego acababan con él, al menos su venganza estaba cumplida. Podía morir con orgullo, y su alma y la de los suyos descansaría en paz en Tir na n’Og, la tierra donde esperaría a reencarnarse.

El sol aun no había salido pero ya teñía de púrpura el horizonte cuajado de nubecillas. La primavera recién estrenada había dejado durante la espera charcos en el suelo que reflejaban el cielo en ellos. Quizás seria el último amanecer que vería y respiró profundamente el frío aire matutino. Esperaba que no le doliera mucho. No temía a la muerte, sabia que era un trámite más en un ciclo de reencarnaciones sin final. Según sus creencias, todos los seres morían y volvían más tarde o más temprano a renacer tras estar algún tiempo en la Tierra de la Eterna Juventud, Tir na n’Og, donde se regenerarían sus almas inmortales. El paso era lo que temía. El dolor hasta superar el trance. Aun no había podido ver  morir a gente en la guerra pero, había sido testigo de algunos accidentes entre sus compañeros de armas. Uno cayó de un acantilado mientras corrían por el borde del abismo en una carrera estúpida por una apuesta sobre el valor. Cuando bajaron a rescatarlo no estaba muerto todavía. Tres días de horribles quejidos y un cuerpo hecho añicos como una vasija tirada al suelo en un descuido. Aquello le impactó casi tanto como ver a la gente de su aldea después del paso de Eric. Un día, lanzando jabalinas, uno de los pequeños cadetes se cruzó delante de los blancos sobre los que disparaban. Uno de los rejones le atravesó el costado de parte a parte. El sufrimiento que vio en sus ojos mientras se ahogaba en su propia sangre no se lo pudo quitar de la mente en muchas noches de insomnio. Definitivamente deseaba una muerte instantánea e indolora, o que al menos durara poco.

Mientras estaba en esas cavilaciones oyó unas voces que le sacaron de su ensimismamiento. Tres hombres bajaban por las tablazones que hacían de escala al barco amarrado en el muelle. Sí la suerte estuviera de su lado. Se acercaría por detrás en silencio y al menos podría meterle la hoja por los riñones. Los otros dos le cazarían y le darían muerte sí, pero “el negro” moriría varios días después en una lenta agonía. Y él desde el otro mundo lo vería sufrir con sumo placer, como cuando en aquella playa, un Eric con los colmillos ensangrentados se reía de un niño que lo había perdido todo.

Por tres veces hizo el amago de salir y por tres veces sus piernas no le respondieron. Prudencia o cobardía, no podría distinguirlo. Apretaba con fuerza el cuchillo hasta casi dolerle los dedos. Nunca había matado a un hombre, ni siquiera herirlo, y no sabía si en última instancia seria capaz de hacerlo. Se había entrenado para, llegado el día, estar preparado para hacerlo pero nunca imaginó cómo seria y que tendría que hacerlo tan pronto... y solo. Las lágrimas afloraron a sus ojos. No, su cuerpo no le respondía. Era un cobarde. En el momento oportuno había fallado. Su padre, su abuelo, y seguramente su madre y hermana, estarían ahora viéndole allí tembloroso, inerme. Se odió a sí mismo. Sí hubiese tenido valor habría hundido la pequeña hoja afilada en su propio cuello para no tener que vivir con aquella vergüenza.

Inexplicablemente Eric se despidió de los hombres que se quedaron observando una pila de barricas que tal vez debían embarcar al drakkar. Se restregó los ojos porque la fina lámina acuosa que se había formado a modo de velo lacrimoso no le dejaba ver bien lo que estaba sucediendo a unos metros de él. Los dioses le estaban dando otra oportunidad, serÍa un insulto no aprovecharla. Eric desapareció entre dos barracones que daban hacia el río. No quería que se le escapase y buscó por donde cruzar sin ser visto. Un par de carretones colocados a ambos lados de la callejuela le servirían, si era silencioso y si tenía la suerte de que los dos marinos que estaban frente a él no se giraban inoportunamente. Se introdujo en el angostillo entre las barracas y no vio a Eric. Pegado de espaldas a la pared se acercó a la trasera del barracón. No era posible, allí estaba el enorme vikingo con los pantalones hasta las rodillas vaciando los intestinos, agachado de espaldas a él. Le hubiera parecido una escena cómica de no ser por el dramatismo de las intenciones que llevaba. Se acercó empuñando el cuchillo. Se lo clavaría en el cuello y lo dejaría allí desangrándose sobre sus propias heces, como un cerdo. Estaba claro que sólo tendría esa oportunidad. No había mucho honor en matar a un hombre por la espalda y en aquella situación tan escatológica, que no le daba oportunidad de defenderse, pero no era aquel asesino un dechado de virtudes, ni merecía compasión alguna para brindarle una muerte digna de un guerrero. Tampoco la diferencia de fuerza o armas le era propicia a Alasdeir, por lo que tenÍa que jugar con la baza de la sorpresa y la ocasión que se le presentaba. Estaba ya casi encima del gigante que gruñía como un oso ante él, tan cerca que hasta le llegaba el calor del cuerpo semidesnudo de Eric, cuando una de las tablas que cubría el suelo como una pasarela, para no hundirse en el fangoso camino que solían formar las calles de las ciudades, crujió bajo sus pies. Eric giró levemente la cabeza sorprendido.

    Quién anda ahí — graznó.

 

Alasdeir se quedó petrificado. Tenia que decidir si lanzarse sobre él o salir huyendo. Miró su mano. Temblaba aferrada al cuchillo. Eric se giró un poco más y lo vio.

 

    Eh, tú eres el chico de ayer. ¿Qué coño quieres? ¿Es que no ves que estoy cagando?

 

En ese momento vio el puñal en la mano de Alasdeir y comprendió las intenciones que traía el muchacho. Al contrario de asustarse como habría sido normal en cualquiera que viera ante sí su propia muerte, Eric era un hombre que había mirado a la blanca tez de Hel (diosa nórdica de los infiernos) muchas veces. Al contrario, el hombre sonrió sabiéndose más fuerte y avezado que aquel imberbe, aun estando en su embarazosa situación. Se sujetó el pantalón con una mano para levantarse mientras con la otra buscó en su cinto la larga hoja de su espada. Su rostro se trocó en sorpresa cuando descubrió que no la llevaba. En la confianza de saberse en lugar protegido, Eric se había soltado el talabarte y había dejado la vaina de pie contra la pared. Al recordarlo, sus ojos fueron hacia el lugar. Alasdeir lo notó y también miró. Se estiró como un felino y la alcanzó antes que el vikingo. Éste sonrió aún.

 

    Deja eso, no vayas a hacerte daño maldita rata.

    Voy a matarte — acertó a decir Alasdeir, aunque no sabia como pudo articular palabra. Su garganta estaba tan seca y su lengua tan pegada al paladar, que le dolió al tragar.

 

Eric hizo el amago de lanzarse hacia él y el muchacho dio un par de pasos hacia atrás. El vikingo se soltó para abalanzarse con ambas manos y el pantalón cayó hasta las pantorrillas. El peso, y el suelo resbaloso y empapado le hicieron perder el equilibrio y caer de bruces. Alasdeir sacó la hoja de la vaina y la dirigió a la nuca de Eric. En el último instante se detuvo. El vikingo levantó la cabeza y se rió mientras se incorporaba limpiándose las manos de barro en las mangas de la camisa. Alasdeir no apartó la punta de aquella hoja de color negro del cuello de su víctima. Eric, de rodillas aún, apoyó la espalda en la pared y suspiró.

 

    No lo harás. No tienes huevos.

 

Alasdeir bajó la espada un poco, sobrepasado por el miedo que aun desarmado le causaba Eric. Éste aprovechó la ocasión para intentar arrebatarle el arma y la cogió por la hoja para desarmarlo. Ante la sorpresa, Alasdeir empujó la empuñadura contra el hombre. El filo de la hoja se deslizó entre las duras manos de Eric cortando la piel como si fuera mantequilla y la punta redondeada se introdujo unos centímetros en el espacio entre la clavícula y las costillas. Eric apretó los párpados por el dolor. Alasdeir permanecía en un trance hipnótico. El vikingo apenas se quejó. Sólo abrió los ojos y lo miró, entre incrédulo y furioso.

 

    ¿Por qué, por qué haces esto? ¿De qué me conoces tú? — balbució.

    Tú los mataste a todos. Me dejaste sin nadie. Perro asesino ¿Qué hiciste con mi madre y mi hermana? Responde.

    Pero ¿de qué me hablas? ¿Quién es tu madre, hijo de perra?

 

Alasdeir empujó un poco la espada y Eric se quejó.

 

    Arrasaste mi aldea, hace diez años.

    He arrasado muchas aldeas. He matado a cientos de ratas como tú, maldito irlandés ¿Tu madre y hermana dices? Seguro que mis hombres dieron buena cuenta de ellas.

 

Alasdeir levantó la empuñadura poniendo la espada vertical. Eric la soltó y entornó los ojos de dolor. Lentamente, recreándose en el sufrimiento de aquel al que odiaba por encima de todas las cosas, hundió la hoja mientras el vikingo se ahogaba en su sangre. Eric empezó a reír entre golpes de tos sanguinolentos. Levantó el brazo y le señaló. Luego se llevó la mano a la cabeza y se cogió el pelo largo, rojizo y pringoso. Se lo miró sonriendo y entre estertores habló a Alasdeir.

 

    Eras tú aquel niño en la playa ¿verdad? Y tu madre... tu madre... tu pelo... es rojizo... es rojo...

 

Alasdeir, o no le entendió o no quiso entenderle, pero se apresuró a sacar la espada para que la sangre fluyera más aprisa. Eric abrió la boca en una mueca de dolor mientras el acero corría por su interior. Un golpe de sangre manó de la herida y Eric expiró mirando a Alasdeir con el rostro desencajado.

El irlandés se quedó hipnotizado ante el horror de la muerte de un hombre a sus manos. Aún podía sentir como cedía la carne y los entresijos del cuerpo de Eric a la presión de aquella negra hoja empujada por su mano. Aquella hoja que tanta carne indefensa, o no tan inocente, había hendido empuñada por el noruego que quizás había acabado con quien fue su padre en la remota, y perdida ya aldea, allá en Ulaidh. El cuerpo inerme del gigante yacía, sentado con los pantalones bajados y los genitales al aire, en esperpéntica postura, sobre un charco repugnante de barro y sangre humeante. El pelo de Eric, oscurecido por la sangre que ya había dejado de fluir, se desparramaba sobre su rostro. Un pelo idéntico al suyo. Un rayo de duda cruzó la mente de Alasdeir ¿Qué intentaba decirle el verdugo de su gente en su último aliento? ¿Qué compartían aquel cabello rubio rojizo que tanto llamaba la atención entre los de su raza? Se negó a creer lo que se le estaba pasando por la imaginación. No pudo continuar sus cavilaciones porque en ese instante un grito le sacó de sus pensamientos. Los dos marinos que acompañaban a Eric se habían acercado al extrañarse por la tardanza de su capitán.

domingo, 17 de marzo de 2013

Capítulo XIV


De cómo Uladh conoció a Sigurdr y marchó de Irlanda



Los años pasaron y Alasdeir se convirtió en un muchacho fuerte y aguerrido. Destacaba entre los otros cadetes de su edad y hasta entre los más mayores. Continuaba entrenando en secreto con Maeve, a la que le unía un lazo de hermandad, que era envidiado por muchos de los jóvenes que querían ellos mismos ser considerados siquiera amigos de alguien que había recibido del propio Rī los honores de un campeón. La joven decía que según le había contado la vieja Aoife, su ama y consejera, las personas tienen en su alma la parte femenina que rige su cabeza, sus emociones y su buen criterio; y por otro lado su parte masculina que guía su corazón, su fuerza y sus brazos. Normalmente ambas partes conviven en cada uno de nosotros aunque una de ellas domina y nos hace ser hombres o mujeres.
Según Maeve, en una vida anterior ellos fueron una sola persona. Su alma por alguna razón se dividió y nacieron como dos personas distintas. Estaba segura de que si continuaban unidos hasta la muerte, en la próxima vida volverían a ser una sola alma.

—“¿Por eso ahora los llevas juntos en esa vasija?— dijo Ian mientras Sinead le fulminaba con la mirada y Ardrid se guardó una sonrisa.”

Alasdeir fue llamado por el Rī para comunicarle que formaría parte de una embajada de paz que viajaría a la ciudad de Dyflin (Dublín), en el este. El Rī de Connacht no tenia muchos amigos en la isla y cuando supo que el rey noruego de Dyflin no acataba la autoridad del Ard Rī, y últimamente había tenido disputas fronterizas con el rey de Ulster que era primo del Ard Rī, decidió ofrecerle su amistad.

    Ese maldito lochanann es tan de fiar como un tejón, pero si es enemigo de los O’Niahll es amigo mío — dijo Eochaid —. Llevarás un mensaje de amistad para el rey, Uladh. Te llevarás a los muchachos que te sean de mayor confianza. Ni que decir tiene que de ti depende el que haya entendimiento con esos galls. En tu mano, mi querido Uladh, está mi trono.

Una gran responsabilidad sobre los hombros del joven Alasdeir que no dudó en aceptar. Eligió a algunos compañeros y se dirigió a Dyflin. Los irlandeses no conocían la caballería y normalmente se desplazaban corriendo o caminando. Aún así, eran jóvenes y no tardaron mucho en llegar. Las cuestiones diplomáticas no les llevaron mucho tiempo ya que apenas pudo recibirles el rey, en realidad un comerciante noruego capaz de mantener un pequeño ejercito. Sin embargo, le sobró para confirmar un débil tratado de paz que garantizaba la no intervención de Ivar de Dyflin en cuestiones que dañasen a Eochaid de Connacht.
Alasdeir aprovechó para dar una vuelta cerca de los muelles del Liffey, el río que discurría despacio y tranquilo por las negras tierras de Dyflin. Una docena de grandes barcos panzudos y largos, como nunca había visto el irlandés, se disponían atracados uno junto al otro en una sucesión de grandes moles de madera. Un par de gradas se hundían en las negras aguas y sobre ellas, como el mondo esqueleto de un gigantesco animal, las varengas de algunos barcos en construcción. Multitud de naves más pequeñas se arremolinaban subiendo y bajando por el río. Los jóvenes cadetes, como cachorros juguetones, bromeaban mientras paseaban y echaban miradas a las mozas que deambulaban por el muelle y les sonreían al pasar. De pronto casi tropezaron con Alasdeir que se había detenido y se mantenía rígido como una estatua.

    ¿Qué sucede Uladh? Parece que hayas visto un fantasma — dijo uno de ellos al ver la lividez del rostro de su compañero.
    El dragón... — fue lo único que acertó a decir.
    ¿Dragón? — los jóvenes miraron hacia donde Alasdeir —. Un drakkar sí, como todos esos.
    No, no es como todos esos. Es él, el dragón.

Los cadetes se miraron confusos. Tal vez Alasdeir no había visto nunca uno y estaba impresionado. Tampoco había nada de especial, aunque hasta Connacht no habían llegado muchos, la mayoría de jóvenes sabían lo que eran aquellos barcos ligeros erizados de remos que remontaban los ríos. Cierto que su fama era negra. Las campanas tocaban a rebato en cuanto alguno de esos dragones era intuido por algún pescador o un campesino. Eso en Connacht, allí en Dyflin debía ser normal, ya que estaba amarrado junto a otros dos barcos de carga y no parecían suponer ningún peligro.

    Venga Uladh, si quieres mañana volvemos y lo vemos más de cerca. Ahora deberíamos regresar a la posada.

Uladh parecía en trance y casi tuvieron que arrastrarlo hasta donde se alojaban. Los compañeros de Alasdeir se reunieron en la taberna que daba al puerto y pidieron algunas copas de vino. Pocas veces se les permitía beber bebidas alcohólicas y mucho menos vino, así que al estar lejos de casa y sin la vigilancia del instructor decidieron salirse de la norma, al menos ese día. Alasdeir les acompañaba pero sólo tomó una copa. Estaba atardeciendo cuando salieron de la taberna y se cruzaron con un grupo de hombres altos y fornidos. Eran galls seguro, por su aspecto y su lengua. Los de Connacht se apartaron discretamente para dejarlos pasar. Era evidente que todos a esa hora estaban ya un poco pasados de alcohol, tanto ellos como los que se les cruzaban, y no querían problemas. Mucho menos con marinos curtidos siendo ellos sólo unos bisoños.
    Cuidado pequeños, no os hagáis daño — dijo uno de los vikingos.
    Estos irerlanders, son un estorbo. Deberíamos echarlos al mar a todos — añadió otro entre las carcajadas de los demás.

Eran cinco hombres y ellos ocho, pero la experiencia y tamaño estaban a favor de los noruegos. Agacharon la cabeza los más precavidos y simplemente pasaron de largo los demás, pero Alasdeir se detuvo.

    ¿Sois marinos de ese dragón que tiene una vela roja y una cabeza de serpiente con cuatro cuernos? — dijo Uladh en un horrible norsk.
    ¿Quién coño es éste “pela ovejas”, que se atreve a hablarnos? — dijo gruñendo con un vozarrón, uno de los vikingos.
    Anda Uladh, déjalo, no nos metas en problemas — dijo Ciarain, el mayor de los compañeros de Alasdeir.
    ¿Lo sois, o no? — continuó sin hacerle caso.
    A ver imberbe, no mereces ni un momento del tiempo que tardaré en responderte, pero si quieres saberlo... así es ¿Algún problema?

Los de Connacht no portaban más arma que un pequeño cuchillo con mango de cuerno y una vara de madera acabada en un nudo, de algo más de medio metro, que llamaban Shilellagh. Los vikingos en cambio portaban un cuchillo de un solo filo, del tamaño de un brazo, al que denominaban scramasax. Un hombre de pelo rubio rojizo y mal encarado se acercó a ellos.

    ¿Qué hacéis haraganes, aún no habéis tenido bastante? Embarcad ya, mañana temprano salimos.
    Verás Eric, este mocoso tiene curiosidad por saber de tu barco. ¡Tal vez quiera enrolarse!


domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo XIII


    ¿Venis de Wyckynlo? — preguntó sin más.

    ¿Y a ti que te importa? — contestó el niño.

    Ian, callate — replicó su hermana zarandeandole.

 

El rubio miró a sus compañeros y todos rieron. El tabernero que se había dado cuenta del asunto se decidió a intervenir.

 

    ¿Desean algo?

    Una cerveza. Voy a sentarme en esta mesa — dijo el extraño al tiempo que apartaba una silla y tomaba asiento.

 

Sus orejas estaban perforadas por varias argollas plateadas que se movian con cada movimiento de su cabeza. Era en verdad un hombre extraño aunque Sinead empezó a percibir un toque familiar en su rostro.

 

    Entonces qué, ¿venis de allí o no? — inquirió de nuevo.

    Dejad a los niños, son unos harapientos que esperan a su abuelo para comer algo — dijo el tabernero mientras dejaba la jarra sobre la mesa.

    Ha dicho que te llamas Ian, ese nombre es gaelico. Seguro que vienes de Erin — comentó el hombre sin hacer caso al tabernero.

    ¿Quién lo pregunta? — se oyó una voz desde la puerta y al unisono los compinches del rubio se giraron para ver.

 

Allí estaba Ardrid empuñando la espada. Los niños suspiraron aliviados aun cuando el temblor que les invadia aún no había desaparecido. Los norteños se abrieron a un lado y el cabecilla que permanecia sentado en la silla de espaldas a la puerta sonrió.

 

    Ardrid, Ardrid, Ardrid. ¿Desde cuando encargan a un zorro viejo cuidar de los polluelos?

    Ejnar. ¿Cómo nos has encontrado? — dijo el viejo bajando el arma.

 

Ian no entendia nada pero Sinead recordó al hombre que, siendo más pequeña, había ido a su granja a llevar las cenizas de aquella otra persona unos años atrás.

 

    Supe lo del Jarl y cuando llegamos a la granja no estabais. No fue dificil encontrar las pistas que nos han traido hasta aquí. Un viejo acompañado de un niño y una jovencita por los puertos del sur no son muy comunes. Supimos que veniais hasta Lundenwic y os hemos estado esperando. Supongo que Flintan debe saber ya que andais por aquí.

    Nos ibamos a embarcar enseguida en un viejo knorr que hay en el puerto y al cual hemos pagado para llevarnos a Yorvik — dijo Ardrid bajando la voz.

    Ya no es seguro. Seguidme.

 

En aquel momento llegó la tabernera con una jarra de leche cubierta por un lienzo.

 

    No hasta que se hayan tomado esta jarra de leche — dijo golpeando la mesa con la vasija.

    No tenemos tiempo que perder — señaló Ejnar poniendo la mano en el hombro de Ardrid.

    No tardarán nada y les vendrá bien si tienen que seguir viajando — repuso de nuevo la mujer. — Y no hay más que hablar.

 

La mujerona estaba acostumbrada a decidir a su antojo y a que se cumpliese su voluntad. No era momento tampoco de formar un escandalo que atrajese miradas peligrosas. Esperaron por tanto a que los niños almorzasen y después de que la mujer les preparara algunas viandas para el camino se marcharon. Ejnar había pertrechado una carreta cubierta y allí colocaron a los niños mientras Ardrid recogia el equipaje del barco. Emprendieron el viaje en cuanto regresó. Buscaron la vieja calzada que subía hacia el norte y se dirigieron hacia Yorvik. La primera ciudad en donde decidieron detenerse fue Hamtun (Northampton). La empalizada que encerraba la ciudad se levantaba frente a ellos. Ejnar se acercó para pedir permiso para pernoctar y cuando regresó no traia buena cara.

 

    Hamtun está cerrada a los forasteros. Parece que ultimamente están sufriendo ataques de bandidos y no quieren extraños.

    ¿Seguiremos entonces? — dijo uno de los norsemen.

    No es seguro, será mejor que acampemos esta noche bajo la empalizada. Podremos solicitar ayuda en caso de ataque — dijo Ejnar visiblemente preocupado. — Esta noche no os alejeis de las armas.

    Seria la primera vez — murmuró otro de los hombres de Ejnar.

 

El fuego crepitaba en la pequeña fogata que habían encendido y los dos niños se acurrucaban uno junto al otro. Ejnar se calentaba las manos cuando Sinead le habló.

 

    Gracias.

    ¿Porqué? — Dijo Ejnar sorprendido.

    Por estar aquí protegiendonos. Tenia mucho miedo cuando ibamos solos con Ardrid.

    No sé porqué.

    Bueno, él siempre nos trata bien aunque a veces es un gruñón. Pero es un viejo y temiamos que alguien nos atacara.

 

Ejnar sonrió. Cogió un poco de vino calentado en la lumbre y se lo entregó a la niña.

 

    No puedo beber vino. No quiero emborracharme.

    Ha perdido el alcohol jovencita. Tomatelo, te calentará el estómago — cuando la chica cogió el cacillo, Ejnar removió las brasas para avivar el fuego. — Creeme pequeña, si estuviese en peligro rodeado de enemigos, no tendria mejor guardaespaldas que el viejo Ardrid.

    Pero si es un anciano.

    Querida niña, ¿acaso crees que ya nació así? Él fue un gran soldado. Tan importante entre los suyos que su rey le nombró instructor de sus cadetes.

    ¿El rey Eochaid de Connacht?

    Vaya sorpresa. ¿Quién te habló de él?

    Ardrid — dijo Sinead sorprendida mientras sus ojos se humedecian.

    ¿Y no te contó que fue allí donde conoció a tu padre?

 

La joven asintió mientras se enjugaba las lágrimas.

 

    Creo que me iré a dormir. El humo me entra en los ojos. Buenas noches Ejnar.

    Descansa jovencita. Mañana tenemos un día bastante largo.

 

Cuando llegó la mañana, estaba Ardrid recogiendo en la carreta los trastos para salir cuando se acercó Sinead y sin mediar palabra se le abrazó al cuello y le espetó un “Gracias” que le dejó extrañado. Se la quedó mirando mientras se alejaba. Dejaron atrás Hamtun y continuaron viaje hacia el norte. Ardrid iba sentado en el borde del carro y detrás de él, sobre fardos, iban los niños. A su lado, escoltandolos, iban Ejnar y los otros norsemen. La niña empujó a Ian y éste a trompicones se acercó al viejo.

    Y bien — dijo Ardrid. — ¿Qué os pasa ahora? No me digais que quereis volver a parar.

    No, Ardrid. Queremos que continues la historia de mi padre. Lo prometiste.

    No tengo ganas ahora, dejadme en paz.

    Por favor, queremos oirte — dijo Sinead mientras le ponia la mano en el brazo.

 

El viejo Ardrid miró la mano de Sinead sobre su brazo y la miró a los ojos. Algo había cambiado en la actitud de la niña. El hombre suspiró y fustigó a los bueyes que tiraban del carro.

 

    Está bien — dijo, con el consiguiente regocijo de Ian. — Por donde iba.

    El rey de Connacht le dijo que era un héroe por salvar a su hija — dijo el niño.

    Ah sí. Está bien, pero no me interrumpáis con preguntas o no os contaré nada más.

martes, 19 de febrero de 2013

Capítulo XII


Ardrid llevaba unos días algo huraño. La tarde antes habían zarpado de Dubris y se dirigían a Lundenwic, a donde llegarían al día siguiente. Sinead pensaba que estaba enfermo o quizás cansado de tanto barco. Al menos ella así lo estaba.

 —    En cuanto lleguemos a ese puerto que dijiste bajaremos a dar un paseo a tierra firme — dijo la niña.
    De acuerdo, pero nada de alejarnos del puerto. No sabemos quien puede vagar por ciudades desconocidas y sé que Flintan tiene espías por todas la tabernas de Anglia.

El puerto fluvial de Lundenwic bullía de gente y brillaba con un extraño resplandor bajo los rayos de un sol frío y pálido. Los tres pasajeros bajaron a tierra y como bien le había advertido Ardrid, Sinead sintió nauseas. Fueron hasta el mercado a comprar alguna fruta. El hombre repartió unas piezas entre los niños pero Sinead no quiso comer.

    Si no comes nada no se te quitará — dijo Ardrid.
    No tengo apetito, además, tengo ganas de vomitar — gimió la niña.
    Sin nada en el estomago no vas a poder hacerlo y no se te van a quitar las nauseas.

La niña mordió la manzana y la masticó con desgana mientras el pequeño Ian daba grandes bocados. Cuando Sinead ya llevaba media pieza comida de pronto se puso cenicienta. Ardrid, que la vio, fue a sujetarla cuando la niña empezó a vomitar.

   ¡Agh! Que asco Sinead. Podías haber avisado — soltó Ian con un gesto de desagrado.
  Ahora te quedarás más tranquila — añadió Ardrid. — Y tú dedícate a lo tuyo renacuajo.
    No, si voy a tener yo la culpa —contestó el pequeño.

La escena no pasaba desapercibida a un par de hombres que tomaban el sol apoyados en un montón de redes. Vestían camisas hasta las rodillas al estilo escandinavo y se cubrían con sendos pañuelos. Las descuidadas barbas les llegaban hasta más abajo del pecho. El más mayor dio un codazo al compañero.

    Ve a preguntar a ese knorr de donde vienen.

El marino llegó al cabo de un rato.

    Por lo visto han llegado hoy desde Dubris. Pero uno de los marineros me comentó que partieron hace una semana de Wykynlo. Tienen que ser ellos sin duda.
    Seguro que sí. Voy a avisar al jefe. No les pierdas de vista.

Los tres viajeros permanecían ajenos a la conversación mantenida unas decenas de metros más allá. Cuando Sinead se hubo calmado, el viejo decidió visitar alguna de las tabernas en busca de leche. Se acercó a una donde no había un excesivo tumulto. Entró y llevó a los niños hacia un rincón apartado.

    Quedaos aquí quietos y no habléis con nadie ¿Entendido?

Los pequeños asintieron y Sinead abrazó a su hermano para protegerlo. En la taberna había sólo un grupo de hombres que reían y bebían haciendo comentarios sobre los distintos barcos en los que habían navegado. Ardrid se acercó al mostrador y pidió un vaso con cerveza y una jarra con leche.

    ¿Leche? No tenemos de eso aquí forastero — dijo el tabernero.
    ¿Es para los niños buen hombre? — añadió la que parecía ser su esposa y que estaba retirando algunas jarras vacías del mostrador.
    Así es. Hace varios días que sólo toman cerveza aguada y arenques.
    No te preocupes, a dos manzanas de aquí mi hermana tiene un par de cabras. Seguro que algo de leche tendrá. Voy a buscarla y enseguida la traigo.
    ¿Y mientras la taberna se queda sola? — protestó su marido.
    En vez de charlar y beber con esos brutos atiende tú a los clientes, que por cierto, aparte de tus amigotes y de estos amables forasteros no veo a nadie más.

El marido rezongó entre las risas de los marineros que golpeaban la barra con sus jarras aplaudiendo la fiereza de la mujer. Mientras la tabernera iba por la leche, Ardrid se fue con los niños.

    Sentaos ahí, no os mováis. Voy a hacer un recado y sólo tardaré un minuto.
   ¿Adonde vas ahora Ardrid? Tengo miedo — susurró Sinead.
    Quiero comprar algo de comida fresca para el resto del viaje hasta Yorvik. ¿O pensáis comer arenques durante la próxima semana? En cuanto vuelva y os toméis la leche nos embarcaremos de nuevo.

Ardrid salió por la puerta y los pequeños se quedaron encogidos en su mesa mientras los marineros les miraban como un gato a un ratón. Poco tiempo les duró la curiosidad y enseguida volvieron a su conversación. Los niños se quedaron más tranquilos. En la puerta de la taberna aparecieron varios hombres. Uno de ellos señaló a los críos y un hombre alto y rubio se les acercó. Sinead e Ian se encogieron como conejillos a cada zancada del hombre. A diferencia de los que le acompañaban y de la mayoría de hombres que conocían  llevaba el pelo corto. Una barba recortada y dorada le cubría la barbilla, malcubriendole una cicatriz en el mentón. Sus ropas eran, como casi la de la mayoría de los habitantes de la zona, del tipo que usaban los hombres del norte. Una camisola cerrada hasta el cuello redondo y amplias mangas cerradas en los puños, que les llegaba hasta medio muslo, ceñida por un cinturón. Un pantalón hasta los tobillos bastante ceñidos y una chaqueta de cuero complementaban el atuendo. El desconocido llegó hasta ellos y se apoyó con los nudillos en la mesa. Tras él, sus acompañantes prácticamente taparon toda la visión de los niños. Sinead buscaba infructuosamente al anciano. ¿Porqué los dejó allí solos?

    ¿ Venís de Wyckynlo? — preguntó sin más.