En tierra Peary pudo ver como el drakkar[6]
se alejaba en el mar y que los hombres en su interior habían fallado tres tiros
mientras el pequeño Deri seguía impasible gritando al mar. Le llamó pero
parecía no oírle. No se atrevió a salir por miedo y se sintió avergonzado.
Cuando el barco se perdió en la niebla y los gritos irónicos de los piratas
vikingos se desvanecieron se atrevió a acercarse a Deri.
— Estás loco chiquillo atolondrado. No sabes lo que has hecho.
Podrían haber vuelto.
— Es lo que quería que hicieran — dijo Deri al girarse.
Su mirada iracunda heló la sangre de Peary. Jamás había pensado
que un niño tan pequeño podía ser capaz de exteriorizar tal odio. Lo cogió y le
hizo volver hacia la aldea a lugar más seguro.
— Esos demonios no volverán ya en mucho tiempo. Pero ya no nos
queda aquí nada. Debemos marcharnos. Aquí sólo hay muerte.
— No, esperaremos — dijo Deri. — Tal vez ese dragón vuelva y
entonces le mataré. Yo no huiré como tú, abuelo.
Esas palabras atravesaron el corazón del viejo.
— No hijo mío, ya no volverán. Siempre es así. Vienen y se
marchan. Dentro de algunos años volverán otra vez y así será siempre.
— Pues yo estaré aquí entonces y seré lo suficientemente mayor
como para matarlo.
— Ojalá hijo mío, ojalá. Ahora vayámonos.
— ¿Pero y mi madre, y mi hermanita? Debemos esperarlas.
— No creo que regresen. Ellos se las habrán llevado. A veces es
así.
— Pero abuelo, a lo mejor están escondidas por aquí.
Peary cogió al niño en brazos y rebuscó algunas cosas para el
largo viaje que estaban a punto de comenzar. Escasas pues lo que no estaba
quemado había sido rapiñado por los vikingos de Eric. Caminaban hacia
el oeste, a casa de un hermano de Lorcan que vivía en Dromahair, en la tierra de
Fir Manach[7],
el territorio que colindaba con el reino de Connacht.
Connacht era enemigo a ultranza de Ulaidh, el Ulster como lo rebautizaron
los noruegos. Una guerra que se remontaba muchos años atrás y cuyas raíces se
hundían en la leyenda, y que se relataba en el Tainbocuailnge.[8]
Les esperaban varias semanas de viaje por caminos pedregosos y
colinas. De un lado a otro del sur de Ulaidh debían atravesar la tierra de Dūn,
Ard Macha y Monachan, y casi todo Fir Manach. Algo casi imposible para un viejo
y un niño de cinco años. Durante los primeros días Deri apenas habló. Una noche
mientras comían algo junto a una pequeña hoguera sorprendió a su abuelo con una
pregunta.
— Abuelo, ¿quienes son esos hombres y donde viven al otro lado
del mar?
— ¿Porqué quieres saberlo hijo? Allá donde vamos ya no podrán
hacernos daño.
— Necesito saberlo. Un día iré a buscar a mi madre y a
Siorsead. Mataré a su jefe y me traeré su cabeza para colgarla en la puerta de
mi casa y que todos vean que no les tengo miedo. Levantaremos la aldea de nuevo
y no volverá ningún dragón a asustarnos.
— Claro hijo.
— Abuelo. Dímelo por favor.
— Verás. Esos hombres son los que nosotros llamamos Lochanann,
extranjeros. Viven en una gran isla que hay al otro lado del mar y que se llama
Breathainn, Britannia. Surcan el mar en sus dragones y saquean las costas de
Ēire cada cuatro o cinco años. Lo mejor es olvidarlos. Como te he dicho ya no
nos harán daño.
Deri cerró la boca. No preguntó nada más. Peary tampoco le
contaría nada. Nada de que hacia unos seis años esos mismos piratas nórdicos
aparecieron en la misma playa y estuvieron allí casi un mes. Tampoco le
contaría que retuvieron a las mujeres dentro de sus barcos y a ellos les
obligaron a trasladar todo el botín que iban atesorando en sus correrías en las
poblaciones del interior. Ni que se repartían a las mujeres como si de un juego
de naipes se tratara y profanaban sus cuerpos violándolas. Todas menos la joven
Muirin, su hija que fue tomada por el jefe de la expedición, Eric el Negro.
Jamás le diría que cuando se marcharon y las dejaron libres la mayoría estaban
encinta, Muirin entre ellas. Algunas chicas se suicidaron y una desapareció una
noche y jamás se supo de ella. El resto tomó hierbas amargas de las que
preparan las viejas parteras para hacer abortar. Todas menos Muirin, pues
aunque llevara en su vientre el fruto del salvaje pelirrojo decidió que ese
pobre niño no pagaría la felonía de su horrible padre. El niño, decían algunas,
les serviría para recordarles a todos el mal día en que aparecieron los
salvajes del este. Debía deshacerse de él. Pero Muirin se negó aunque se
acarreara la aversión de todo el pueblo. Peary la apoyó. Hacia un año que había
muerto su esposa y ahora sólo le quedaba Muirin, no iba a contrariarla en su
decisión después del horror que había pasado. Unos meses después nació el
pequeño Alasdeir y al contrario de lo que todos predijeron, el pequeño Deri
hizo añorar esa generación de niños que había sido sacrificada antes de nacer,
por todas las muchachas que se acercaban a dar la enhorabuena a Muirin. Deri
creció ajeno a su origen y a ser posible continuaría así. Antes de nacer el
niño, Muirin fue pedida en matrimonio por Lorcan O'Toghda, un hombre que había
venido de las tierras de Fir Manach un año antes y había enviudado
recientemente. Peary aceptó ya que se haría cargo de su hija y su futuro nieto
cuando él faltase. Durante unos años la vida fue todo lo apacible y tranquila
que podría esperarse. Hasta hoy. Ahora Lorcan yacía pudriéndose sobre la tierra
y Muirin y su pequeña hija Siorsead que había nacido dos años atrás debían
estar navegando en poder de aquellos demonios o descansando en el fondo del
mar. Qué más daba, cualquiera de las dos situaciones era parecida, si bien la
primera era una muerte en vida mucho más cruel que el destino de Lorcan.
Recorrieron muchas millas hasta llegar casi a la frontera con
Connacht y llegaron a Dromahair donde preguntaron por el hermano de Lorcan.
Peary se sentía débil y agotado y se alegró de haber conseguido llevar a Deri a
salvo hasta sus parientes. No tanto se alegró Ciarain O'Toghda de tener dos
bocas más que alimentar en un momento que estaba pasando de escasez.
Cierta noche que Deri no podía dormir escuchó a su abuelo
hablando con su tío Ciarain. En un momento de la conversación Peary comentó la
suerte que habría corrido su hija en manos de aquel diablo y escuchó un nombre
que quedó grabado en su mente como a fuego. Eric el Negro. Jamás lo olvidaría.
Ni siquiera cuando un mes más tarde su abuelo murió con sus manos entrelazadas
a las suyas. Ni cuando Ciarain lo cogió y lo llevó a enterrar al bosque. Era al
atardecer. Lo recordaría mientras viviese. Su tío cargaba el cadáver del
desdichado Peary en el hombro y llevaba un azadón en la mano. Él le seguía
sollozando. Ya había abierto una fosa y se disponía a echar tierra al bueno de
Peary cuando una flecha atravesó su garganta. Deri no sintió nada hasta que vio
como Ciarain se desplomaba sobre la mortaja de su abuelo y quedaba inmóvil con
una varilla saliendo de su nuca. Comprendió al instante e instintivamente echó
a correr hacia el pueblo. Escuchó un silbido a su espalda y vio dos jinetes
entre los árboles que le seguían. De pronto se dio de bruces con un tercero que
estaba de pie en medio del camino. El golpe le tiró de espaldas dejándolo
aturdido. Unas manos lo asieron y lo envolvieron con un saco. Sintió un golpe
en la cabeza y de pronto todo se desvaneció a su alrededor.
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