jueves, 4 de abril de 2013

Capítulo XV


“Eric”, el nombre resonó en el interior de Alasdeir como si lo hubiesen pronunciado dentro de un tonel. Sintió de pronto un vuelco en el corazón y por un momento tuvo que luchar por no expulsar el contenido de su estomago. Las piernas le temblaron y hubo de esforzarse en dominar las convulsiones. Ciarain le puso la mano en el hombro y volvió a pedirle que le siguiera. Los vikingos reían ante el comentario del que señalaba a Alasdeir y más aun al ver la reacción del muchacho, teniéndola por miedo y no por la ira que en ese momento dominaba al irlandés.

 

    Uladh, hazme caso. Vámonos — Ciarain arrastraba prácticamente a Alasdeir ante las risas de los marinos.

    Vete a casa muchacho. Mamá te estará esperando — los seis hombres se marcharon hacia los muelles riendo.

    ¿Estás loco tú, idiota? Nos ha ido por un pelo ¿Quieres que nos maten? — Ciarain se llevaba los dedos a la frente mientras se dirigían a la posada echando miradas hacia atrás.

 

Los vikingos les hubieran hecho trizas sin apenas mover una ceja. No era raro que las riñas o desplantes entre marineros norteños y paisanos irlandeses acabaran en muerte. La balanza normalmente se decantaba del lado de los norsemann, como se llamaban a sí mismos, bien fuera por su vida de luchas y pelea continua o por las mejores armas que llevaban.

 

    ¿Te fijaste en ese cachorro Eric? Tenía tu mismo pelo — dijo uno de los marinos —. A lo mejor es uno de tus hijos irlandeses — todos rieron.

    Podrías serlo tú si tu madre no hubiese sido tan horriblemente fea, Roald.

 

Las carcajadas atronaban en la oscuridad que ya se había cernido sobre el puerto escasamente iluminado por unas antorchas. Eric no pudo reprimir mirar hacia atrás, al grupo de jóvenes que ya sólo eran una mancha en la lejanía.

 

Alasdeir no concilió el sueño en toda la noche. Había tenido a escasos pasos al hombre que había matado a su padre y a sus vecinos, y que sabía qué había sido de su madre y hermana. No supo diferenciar si lo que había sentido era, producto de un miedo primario y elemental ante la posibilidad de morir a manos de aquél que había acabado con el mundo en el que tendría que haber vivido, o la furia salvaje y simple del deseo de venganza. La imagen del dragón hundiéndose en la bruma se le apareció de nuevo como hacia mucho que no lo hacia. Tenía que matarlo y al día siguiente partirían. Era ahora o nunca. Ni el glorioso Cu Chullain tuvo la oportunidad de vengarse tan a la mano. No esperaría más. Estaba decidido a morir si era preciso.

Se levantó sigilosamente para no despertar al resto de compañeros que compartían la escueta habitación que habían podido alquilar. Se colocó el capote y tomó el cuchillo y su shilellag. Era poco pero bastaría si lograba cogerlo por sorpresa. Echaba de menos la lanza con la que se ejercitaba con Maeve. Y a ella también. Si hubiese estado aquí habría tenido una ayuda magnífica para cumplir su propósito. Salió diligente de la posada y se encaminó hacia el cercano puerto. El olor a ciénaga le indicaba que no estaba lejos. Se ocultó de algunos guardias de ronda que vigilaban las calles enfangadas de Dyflin. El amanecer seria el momento perfecto para coger distraído al criminal. En algún momento bajaría del barco antes de zarpar. No iba a tener tan mala suerte ya que los dioses habían dispuesto que se encontraran después de tanto tiempo ¿Y si no estaba solo? Ya daba igual. Sólo necesitaba acercarse lo suficiente para hundirle el cuchillo en el cuello o las ingles. No se lo esperaría de un simple muchacho desarmado. Si luego acababan con él, al menos su venganza estaba cumplida. Podía morir con orgullo, y su alma y la de los suyos descansaría en paz en Tir na n’Og, la tierra donde esperaría a reencarnarse.

El sol aun no había salido pero ya teñía de púrpura el horizonte cuajado de nubecillas. La primavera recién estrenada había dejado durante la espera charcos en el suelo que reflejaban el cielo en ellos. Quizás seria el último amanecer que vería y respiró profundamente el frío aire matutino. Esperaba que no le doliera mucho. No temía a la muerte, sabia que era un trámite más en un ciclo de reencarnaciones sin final. Según sus creencias, todos los seres morían y volvían más tarde o más temprano a renacer tras estar algún tiempo en la Tierra de la Eterna Juventud, Tir na n’Og, donde se regenerarían sus almas inmortales. El paso era lo que temía. El dolor hasta superar el trance. Aun no había podido ver  morir a gente en la guerra pero, había sido testigo de algunos accidentes entre sus compañeros de armas. Uno cayó de un acantilado mientras corrían por el borde del abismo en una carrera estúpida por una apuesta sobre el valor. Cuando bajaron a rescatarlo no estaba muerto todavía. Tres días de horribles quejidos y un cuerpo hecho añicos como una vasija tirada al suelo en un descuido. Aquello le impactó casi tanto como ver a la gente de su aldea después del paso de Eric. Un día, lanzando jabalinas, uno de los pequeños cadetes se cruzó delante de los blancos sobre los que disparaban. Uno de los rejones le atravesó el costado de parte a parte. El sufrimiento que vio en sus ojos mientras se ahogaba en su propia sangre no se lo pudo quitar de la mente en muchas noches de insomnio. Definitivamente deseaba una muerte instantánea e indolora, o que al menos durara poco.

Mientras estaba en esas cavilaciones oyó unas voces que le sacaron de su ensimismamiento. Tres hombres bajaban por las tablazones que hacían de escala al barco amarrado en el muelle. Sí la suerte estuviera de su lado. Se acercaría por detrás en silencio y al menos podría meterle la hoja por los riñones. Los otros dos le cazarían y le darían muerte sí, pero “el negro” moriría varios días después en una lenta agonía. Y él desde el otro mundo lo vería sufrir con sumo placer, como cuando en aquella playa, un Eric con los colmillos ensangrentados se reía de un niño que lo había perdido todo.

Por tres veces hizo el amago de salir y por tres veces sus piernas no le respondieron. Prudencia o cobardía, no podría distinguirlo. Apretaba con fuerza el cuchillo hasta casi dolerle los dedos. Nunca había matado a un hombre, ni siquiera herirlo, y no sabía si en última instancia seria capaz de hacerlo. Se había entrenado para, llegado el día, estar preparado para hacerlo pero nunca imaginó cómo seria y que tendría que hacerlo tan pronto... y solo. Las lágrimas afloraron a sus ojos. No, su cuerpo no le respondía. Era un cobarde. En el momento oportuno había fallado. Su padre, su abuelo, y seguramente su madre y hermana, estarían ahora viéndole allí tembloroso, inerme. Se odió a sí mismo. Sí hubiese tenido valor habría hundido la pequeña hoja afilada en su propio cuello para no tener que vivir con aquella vergüenza.

Inexplicablemente Eric se despidió de los hombres que se quedaron observando una pila de barricas que tal vez debían embarcar al drakkar. Se restregó los ojos porque la fina lámina acuosa que se había formado a modo de velo lacrimoso no le dejaba ver bien lo que estaba sucediendo a unos metros de él. Los dioses le estaban dando otra oportunidad, serÍa un insulto no aprovecharla. Eric desapareció entre dos barracones que daban hacia el río. No quería que se le escapase y buscó por donde cruzar sin ser visto. Un par de carretones colocados a ambos lados de la callejuela le servirían, si era silencioso y si tenía la suerte de que los dos marinos que estaban frente a él no se giraban inoportunamente. Se introdujo en el angostillo entre las barracas y no vio a Eric. Pegado de espaldas a la pared se acercó a la trasera del barracón. No era posible, allí estaba el enorme vikingo con los pantalones hasta las rodillas vaciando los intestinos, agachado de espaldas a él. Le hubiera parecido una escena cómica de no ser por el dramatismo de las intenciones que llevaba. Se acercó empuñando el cuchillo. Se lo clavaría en el cuello y lo dejaría allí desangrándose sobre sus propias heces, como un cerdo. Estaba claro que sólo tendría esa oportunidad. No había mucho honor en matar a un hombre por la espalda y en aquella situación tan escatológica, que no le daba oportunidad de defenderse, pero no era aquel asesino un dechado de virtudes, ni merecía compasión alguna para brindarle una muerte digna de un guerrero. Tampoco la diferencia de fuerza o armas le era propicia a Alasdeir, por lo que tenÍa que jugar con la baza de la sorpresa y la ocasión que se le presentaba. Estaba ya casi encima del gigante que gruñía como un oso ante él, tan cerca que hasta le llegaba el calor del cuerpo semidesnudo de Eric, cuando una de las tablas que cubría el suelo como una pasarela, para no hundirse en el fangoso camino que solían formar las calles de las ciudades, crujió bajo sus pies. Eric giró levemente la cabeza sorprendido.

    Quién anda ahí — graznó.

 

Alasdeir se quedó petrificado. Tenia que decidir si lanzarse sobre él o salir huyendo. Miró su mano. Temblaba aferrada al cuchillo. Eric se giró un poco más y lo vio.

 

    Eh, tú eres el chico de ayer. ¿Qué coño quieres? ¿Es que no ves que estoy cagando?

 

En ese momento vio el puñal en la mano de Alasdeir y comprendió las intenciones que traía el muchacho. Al contrario de asustarse como habría sido normal en cualquiera que viera ante sí su propia muerte, Eric era un hombre que había mirado a la blanca tez de Hel (diosa nórdica de los infiernos) muchas veces. Al contrario, el hombre sonrió sabiéndose más fuerte y avezado que aquel imberbe, aun estando en su embarazosa situación. Se sujetó el pantalón con una mano para levantarse mientras con la otra buscó en su cinto la larga hoja de su espada. Su rostro se trocó en sorpresa cuando descubrió que no la llevaba. En la confianza de saberse en lugar protegido, Eric se había soltado el talabarte y había dejado la vaina de pie contra la pared. Al recordarlo, sus ojos fueron hacia el lugar. Alasdeir lo notó y también miró. Se estiró como un felino y la alcanzó antes que el vikingo. Éste sonrió aún.

 

    Deja eso, no vayas a hacerte daño maldita rata.

    Voy a matarte — acertó a decir Alasdeir, aunque no sabia como pudo articular palabra. Su garganta estaba tan seca y su lengua tan pegada al paladar, que le dolió al tragar.

 

Eric hizo el amago de lanzarse hacia él y el muchacho dio un par de pasos hacia atrás. El vikingo se soltó para abalanzarse con ambas manos y el pantalón cayó hasta las pantorrillas. El peso, y el suelo resbaloso y empapado le hicieron perder el equilibrio y caer de bruces. Alasdeir sacó la hoja de la vaina y la dirigió a la nuca de Eric. En el último instante se detuvo. El vikingo levantó la cabeza y se rió mientras se incorporaba limpiándose las manos de barro en las mangas de la camisa. Alasdeir no apartó la punta de aquella hoja de color negro del cuello de su víctima. Eric, de rodillas aún, apoyó la espalda en la pared y suspiró.

 

    No lo harás. No tienes huevos.

 

Alasdeir bajó la espada un poco, sobrepasado por el miedo que aun desarmado le causaba Eric. Éste aprovechó la ocasión para intentar arrebatarle el arma y la cogió por la hoja para desarmarlo. Ante la sorpresa, Alasdeir empujó la empuñadura contra el hombre. El filo de la hoja se deslizó entre las duras manos de Eric cortando la piel como si fuera mantequilla y la punta redondeada se introdujo unos centímetros en el espacio entre la clavícula y las costillas. Eric apretó los párpados por el dolor. Alasdeir permanecía en un trance hipnótico. El vikingo apenas se quejó. Sólo abrió los ojos y lo miró, entre incrédulo y furioso.

 

    ¿Por qué, por qué haces esto? ¿De qué me conoces tú? — balbució.

    Tú los mataste a todos. Me dejaste sin nadie. Perro asesino ¿Qué hiciste con mi madre y mi hermana? Responde.

    Pero ¿de qué me hablas? ¿Quién es tu madre, hijo de perra?

 

Alasdeir empujó un poco la espada y Eric se quejó.

 

    Arrasaste mi aldea, hace diez años.

    He arrasado muchas aldeas. He matado a cientos de ratas como tú, maldito irlandés ¿Tu madre y hermana dices? Seguro que mis hombres dieron buena cuenta de ellas.

 

Alasdeir levantó la empuñadura poniendo la espada vertical. Eric la soltó y entornó los ojos de dolor. Lentamente, recreándose en el sufrimiento de aquel al que odiaba por encima de todas las cosas, hundió la hoja mientras el vikingo se ahogaba en su sangre. Eric empezó a reír entre golpes de tos sanguinolentos. Levantó el brazo y le señaló. Luego se llevó la mano a la cabeza y se cogió el pelo largo, rojizo y pringoso. Se lo miró sonriendo y entre estertores habló a Alasdeir.

 

    Eras tú aquel niño en la playa ¿verdad? Y tu madre... tu madre... tu pelo... es rojizo... es rojo...

 

Alasdeir, o no le entendió o no quiso entenderle, pero se apresuró a sacar la espada para que la sangre fluyera más aprisa. Eric abrió la boca en una mueca de dolor mientras el acero corría por su interior. Un golpe de sangre manó de la herida y Eric expiró mirando a Alasdeir con el rostro desencajado.

El irlandés se quedó hipnotizado ante el horror de la muerte de un hombre a sus manos. Aún podía sentir como cedía la carne y los entresijos del cuerpo de Eric a la presión de aquella negra hoja empujada por su mano. Aquella hoja que tanta carne indefensa, o no tan inocente, había hendido empuñada por el noruego que quizás había acabado con quien fue su padre en la remota, y perdida ya aldea, allá en Ulaidh. El cuerpo inerme del gigante yacía, sentado con los pantalones bajados y los genitales al aire, en esperpéntica postura, sobre un charco repugnante de barro y sangre humeante. El pelo de Eric, oscurecido por la sangre que ya había dejado de fluir, se desparramaba sobre su rostro. Un pelo idéntico al suyo. Un rayo de duda cruzó la mente de Alasdeir ¿Qué intentaba decirle el verdugo de su gente en su último aliento? ¿Qué compartían aquel cabello rubio rojizo que tanto llamaba la atención entre los de su raza? Se negó a creer lo que se le estaba pasando por la imaginación. No pudo continuar sus cavilaciones porque en ese instante un grito le sacó de sus pensamientos. Los dos marinos que acompañaban a Eric se habían acercado al extrañarse por la tardanza de su capitán.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mmmh, el sabor de la muerte. La primera víctima, la carne abierta por el metal hiriente. El pulso en el pecho y esa sensación de saborear algo con el cuerpo, una cosa que llega desde dentro, que te droga.
¿No es entrañable? O igual me paso de psicópata vvU
La espera ha merecido la pena, tío Uladh, ¡a por más!