De cómo y porqué Alasdeir fue a vivir a la corte del rey de Connacht
Por la mañana, muy temprano, el viejo Peary despertó al niño.
Le había prometido que ese día irían a cazar patos a la laguna que se formaba
todos los inviernos cerca del río Lagan. Vivían en una aldea entre la playa y
la ciudad de Cill Chaoil. El pequeño Alasdeir estaba nervioso y su abuelo sólo
tuvo que llamarlo ligeramente para despertarlo. Cogieron unas redes y algo de
comida, y partieron cuando el sol aún comenzaba a asomar tímidamente por sobre
la bruma matutina, que flotaba en el mar gris oscuro que les separaba de la
isla de “los hombres salvajes”, como llamaban a los escotos o escoceses.
Aquella misteriosa tierra era para Alasdeir tan sólo una sombra oscura que en
verano se podía ver al otro lado del mar de levante. De allí venían las
historias tenebrosas de gigantes de pelo blanco y amarillo que venían sobre
dragones monstruosos flotando en el mar. Traían fuego y muerte, destrucción.
Seres de otra dimensión que cada cuatro o cinco años surgían de la niebla en
una mañana invernal y se llevaban mujeres y niños y mataban a los hombres y
ancianos. Alasdeir temblaba sólo de pensarlo mientras su abuelo extendía una
red entre unas cañas que crecían en el pantano.
— Mira Deri — así
le llamaban cariñosamente — yo con esta vara y esta manta, asustaré a los patos
que como son muy vagos en esta época, no querrán volar y nadarán para
ocultarse. No debes hacer ruido. Cuando quieran entrar entre los juncos,
algunos vendrán hasta aquí y quedarán atrapados en la red. Es muy fina para que
no la vean, pero al ser tan fina también es débil. Ahí es donde entras tú.
Tienes que venir rápido y cogerlo antes de que parta la red y escape. Lo coges
del cuello como te enseñe y lo metes en la bolsa de cuero. ¿Me has comprendido
Deri?
—Claro abuelo, ya soy mayor. No te preocupes.
Alasdeir contaba cinco años y era la sombra del viejo Peary. No
había paso que éste diera que no tuviera detrás a Deri. De él lo aprendía todo.
Ya sabia hacer algún nudo y podía contar las piedras que lanzaba al mar hasta
el número ocho, a partir del cual comenzaba a decirlos aleatoriamente lo que
hacia a su abuelo estallar en carcajadas. Pero lo que más le gustaba era ir de
caza o a buscar hierbas. Entonces estaban solos los dos y él se sentía mayor.
Disfrutaba cada minuto, cada segundo, que se le antojaba eterno.
Peary salió de la charca y dejó al niño agazapado cerca de las
redes. Cogió la vara de sauce y le colocó un trozo de tela como una especie de
banderola que agitaba despacio sobre el agua. Los patos que nadaban tranquilos
cerca se percataron enseguida y nerviosamente empezaron a huir hacia la esquina
contraria, justamente donde Deri esperaba con las redes. Peary no se movía
rápido pues no pretendía que su amenaza hiciera que los patos alzasen el vuelo
para alejarse sino que trataran sólo de poner distancia segura de por medio y
algunos cayesen en la red. Esperaba que Deri supiera que hacer y no las
destrozaran.
Tres de las aves cayeron enredadas y Deri nervioso miraba a su
abuelo esperando la señal.
— ¡Corre Deri, desengánchalos antes de que las partan! Como yo
te enseñe muchacho.
El niño se levantó con una bolsa de cuero en la mano y se
dirigió al primer animal. Le costó asirlo pues se revolvía con furia y las
afiladas uñas de sus patas le hacían daño. Un par de picotazos le hicieron
dudar pero, mordiéndose el labio le agarró del cuello y logró meterlo en la
bolsa. Fue a por el segundo y con más confianza logró cogerlo a la primera. De
pronto lo vio y se quedó petrificado. Su abuelo se acercaba y le llamó.
— Deri, ¿qué haces? Se te va a escapar muchacho. Mételo en la
bolsa ya y ve a por el otro.
Pero Deri no le oía, tenia la vista clavada en el horizonte.
Dejó escapar al animal que huyó aleteando entre los juncos. El otro que aun
seguía en la red logró zafarse y fue siguiendo a su compañero. Peary llegó
donde su nieto y le zarandeó del brazo.
--¿Qué te pasa criatura? Lo estabas haciendo estupendamente y
vas y los dejas ir. ¿Es que no te acuerdas lo que te enseñé?
Deri no le contestó, tan sólo levantó el brazo y señaló al
frente. Peary miró hacia donde el niño le indicaba y pudo ver una gruesa
columna de humo negro que ascendía tras la colina. Era la aldea, su aldea.
Rápidamente cogió al niño en brazos y dándose la vuelta corrió cuanto le
permitían sus viejas y cansadas piernas en dirección contraria, hacia las
montañas. El anciano reconoció al instante lo que significaba esa humareda. La
muerte había llegado del mar en dragones. Deri le oyó murmurar y clavó su
mirada en la lejanía. La muerte. Pero, ¿y sus padres, y sus vecinos, y la
pequeña Siorsead? Ellos estaban allí. La muerte les cogería a todos. Y su
abuelo ¿por qué no hacia nada? Sólo corría hacia las montañas. Huía y dejaba a
sus padres a merced de los salvajes, de los dragones. Él imaginaba aquellas
bestias enormes que su abuelo le había dibujado con un tizón en una pared, con
las fauces abiertas y fieros ojos, con cuernos enormes y un ala grande y
cuadrada en la espalda. De su lomo bajaban hombres altos y fuertes de cabeza de
hierro y brazos largos que cortaban en dos a la gente. Demonios de fuego que
quemaban todo.
Se escondieron en las oquedades de las rocas y comieron bayas
que Peary recogía al atardecer. Durante el día permanecían escondidos.
Estuvieron así tres días hasta que una mañana Deri echó a andar hacia la aldea.
Cuando su abuelo se despertó y vio que faltaba le buscó por los alrededores
durante un rato, aunque enseguida comprendió hacia donde se habría dirigido.
Lleno de temor ante la ingenuidad del pequeño que corría en pos de una muerte
segura o algo peor, salió corriendo por entre las brañas hasta llegar al
pantano. Allí estaban las huellas frescas de Deri en dirección a la aldea como
él había imaginado. Corría cuanto sus piernas le permitían y sólo se detuvo
para tomar una rama gruesa que llevar a modo de garrote por si tenía que
defenderse. Bien sabia qué poca oportunidad tendría en caso de encontrarse a
alguno de aquellos salvajes y sus enormes espadas y hachas.
Llegó a la aldea y nada más acercarse se topó con el cadáver
del pobre Declan Mac Goibhnen, el herrero. Llevaría dos días muerto o quizás
tres, pues ya estaba hinchado y ennegrecido. Un tajo en el cuello cubierto de
sangre seca daba pistas del último instante de vida del infortunado Declan.
Deri no estaba por ningún lado. Le llamó en voz baja y agachado para no ser
descubierto si aquellos demonios seguían por los alrededores. De pronto le
escuchó. Gritaba como un poseso no lejos de allí. Peary corrió pensando que
quizás le habían capturado o quién sabia qué le estarían haciendo. Le encontró
de pie en la playa lanzando piedras hacia el mar brumoso.
Cuando llegó a la aldea y vio al herrero no le reconoció al
instante. Llegó incluso a pensar que era uno de los poneys de la aldea, pero al
acercarse y ver que era un hombre retrocedió horrorizado. Lo rodeó y continuó
hacia donde tres días atrás había dejado su aldea. En aquel momento era un
montón de maderas requemadas y cadáveres. Deri no podía pensar mas que en
encontrar a su madre y su hermana. Corrió hacia donde sabía que había estado su
casa y sólo pudo encontrar el cadáver de su padre. Lorcan O'Toghda yacía boca abajo sobre una mancha
oscura con la cabeza abierta en dos. Deri se le echó encima llorando y
llamándolo con la estéril intención de despertarlo. Entre sollozos oyó un
chapoteo en el mar que competía con el ruido de las olas y voces de hombres que
no alcanzaba a entender. Cogió un palo y se limpió la nariz con la manga de la
camisa. Corrió hacia la orilla cercana gritando. Entre la neblina pudo ver a
uno de aquellos dragones que su abuelo le había enseñado. Su cola, su ala en la
espalda y la espuma que levantaba con sus múltiples patas avanzando mar
adentro. Le lanzó inútilmente el palo con la esperanza de alcanzarlo y que se
girara pero éste se hundió a escasos metros ante él y el dragón seguía sin
inmutarse. Le gritó con fuerza y con asombro vio como unos hombres emergían de
su lomo. Comenzó a insultarlos y a tirarles piedras. En aquel momento oyó la
voz de su abuelo a su espalda pero no hizo caso.
En el barco oyeron un grito desde la tierra. Snorre, el
timonel, llamó a Eric. El negro, como
le llamaban sus hombres, se acercó a ver qué quería. El marinero le señaló
hacia la orilla. Un niño de unos cinco años gritaba en la playa cada vez más
lejana lanzando piedras contra el barco. Pidió un arco a uno de los hombres que
se le había acercado. Tensó la cuerda sobre la flecha que había colocado en él
y disparó. Ésta se perdió tras el niño que sin inmutarse continuó lanzando
piedras y gritando. El que le había prestado el arco se lo pidió y puso una
flecha. Tensó y disparó. La saeta cayó cerca pero erró su blanco. Algunos
rieron y el tal refunfuñó. Aun hubo un tercero que trató de hacer blanco
infructuosamente. El mar algo picado y el bogado continuo de los remos no
permitía la puntería y la pequeña y lejana figura en la playa no ayudaba. Como
el niño no paraba de gritar Eric le imitó y todos los demás comenzaron a
repetir los agudos chillidos de Deri mientras se metían en la bruma. En unos
segundos le perdieron de vista y el oleaje acalló sus gritos. Eric se giró y se
apartó el pelo rojizo de la cara mientras se dirigía hacia la proa. Sus ojos
grises y fríos como el acero de su espada se entrecerraron atisbando en la
niebla el destino de los otros dos buques que le acompañaban en la correría.
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