domingo, 30 de diciembre de 2012

Capítulo VIII


En tierra Peary pudo ver como el drakkar[6] se alejaba en el mar y que los hombres en su interior habían fallado tres tiros mientras el pequeño Deri seguía impasible gritando al mar. Le llamó pero parecía no oírle. No se atrevió a salir por miedo y se sintió avergonzado. Cuando el barco se perdió en la niebla y los gritos irónicos de los piratas vikingos se desvanecieron se atrevió a acercarse a Deri.

— Estás loco chiquillo atolondrado. No sabes lo que has hecho. Podrían haber vuelto.
— Es lo que quería que hicieran — dijo Deri al girarse.

Su mirada iracunda heló la sangre de Peary. Jamás había pensado que un niño tan pequeño podía ser capaz de exteriorizar tal odio. Lo cogió y le hizo volver hacia la aldea a lugar más seguro.

— Esos demonios no volverán ya en mucho tiempo. Pero ya no nos queda aquí nada. Debemos marcharnos. Aquí sólo hay muerte.
— No, esperaremos — dijo Deri. — Tal vez ese dragón vuelva y entonces le mataré. Yo no huiré como tú, abuelo.

Esas palabras atravesaron el corazón del viejo.

— No hijo mío, ya no volverán. Siempre es así. Vienen y se marchan. Dentro de algunos años volverán otra vez y así será siempre.
— Pues yo estaré aquí entonces y seré lo suficientemente mayor como para matarlo.
— Ojalá hijo mío, ojalá. Ahora vayámonos.
— ¿Pero y mi madre, y mi hermanita? Debemos esperarlas.
— No creo que regresen. Ellos se las habrán llevado. A veces es así.
— Pero abuelo, a lo mejor están escondidas por aquí.

Peary cogió al niño en brazos y rebuscó algunas cosas para el largo viaje que estaban a punto de comenzar. Escasas pues lo que no estaba quemado había sido rapiñado por los vikingos de Eric. Caminaban hacia el oeste, a casa de un hermano de Lorcan que vivía en Dromahair, en la tierra de Fir Manach[7], el territorio que colindaba con el reino de Connacht.
Connacht era enemigo a ultranza de Ulaidh, el Ulster como lo rebautizaron los noruegos. Una guerra que se remontaba muchos años atrás y cuyas raíces se hundían en la leyenda, y que se relataba en el Tainbocuailnge.[8]

Les esperaban varias semanas de viaje por caminos pedregosos y colinas. De un lado a otro del sur de Ulaidh debían atravesar la tierra de Dūn, Ard Macha y Monachan, y casi todo Fir Manach. Algo casi imposible para un viejo y un niño de cinco años. Durante los primeros días Deri apenas habló. Una noche mientras comían algo junto a una pequeña hoguera sorprendió a su abuelo con una pregunta.

— Abuelo, ¿quienes son esos hombres y donde viven al otro lado del mar?
— ¿Porqué quieres saberlo hijo? Allá donde vamos ya no podrán hacernos daño.
— Necesito saberlo. Un día iré a buscar a mi madre y a Siorsead. Mataré a su jefe y me traeré su cabeza para colgarla en la puerta de mi casa y que todos vean que no les tengo miedo. Levantaremos la aldea de nuevo y no volverá ningún dragón a asustarnos.
— Claro hijo.
— Abuelo. Dímelo por favor.
— Verás. Esos hombres son los que nosotros llamamos Lochanann, extranjeros. Viven en una gran isla que hay al otro lado del mar y que se llama Breathainn, Britannia. Surcan el mar en sus dragones y saquean las costas de Ēire cada cuatro o cinco años. Lo mejor es olvidarlos. Como te he dicho ya no nos harán daño.

Deri cerró la boca. No preguntó nada más. Peary tampoco le contaría nada. Nada de que hacia unos seis años esos mismos piratas nórdicos aparecieron en la misma playa y estuvieron allí casi un mes. Tampoco le contaría que retuvieron a las mujeres dentro de sus barcos y a ellos les obligaron a trasladar todo el botín que iban atesorando en sus correrías en las poblaciones del interior. Ni que se repartían a las mujeres como si de un juego de naipes se tratara y profanaban sus cuerpos violándolas. Todas menos la joven Muirin, su hija que fue tomada por el jefe de la expedición, Eric el Negro. Jamás le diría que cuando se marcharon y las dejaron libres la mayoría estaban encinta, Muirin entre ellas. Algunas chicas se suicidaron y una desapareció una noche y jamás se supo de ella. El resto tomó hierbas amargas de las que preparan las viejas parteras para hacer abortar. Todas menos Muirin, pues aunque llevara en su vientre el fruto del salvaje pelirrojo decidió que ese pobre niño no pagaría la felonía de su horrible padre. El niño, decían algunas, les serviría para recordarles a todos el mal día en que aparecieron los salvajes del este. Debía deshacerse de él. Pero Muirin se negó aunque se acarreara la aversión de todo el pueblo. Peary la apoyó. Hacia un año que había muerto su esposa y ahora sólo le quedaba Muirin, no iba a contrariarla en su decisión después del horror que había pasado. Unos meses después nació el pequeño Alasdeir y al contrario de lo que todos predijeron, el pequeño Deri hizo añorar esa generación de niños que había sido sacrificada antes de nacer, por todas las muchachas que se acercaban a dar la enhorabuena a Muirin. Deri creció ajeno a su origen y a ser posible continuaría así. Antes de nacer el niño, Muirin fue pedida en matrimonio por Lorcan O'Toghda, un hombre que había venido de las tierras de Fir Manach un año antes y había enviudado recientemente. Peary aceptó ya que se haría cargo de su hija y su futuro nieto cuando él faltase. Durante unos años la vida fue todo lo apacible y tranquila que podría esperarse. Hasta hoy. Ahora Lorcan yacía pudriéndose sobre la tierra y Muirin y su pequeña hija Siorsead que había nacido dos años atrás debían estar navegando en poder de aquellos demonios o descansando en el fondo del mar. Qué más daba, cualquiera de las dos situaciones era parecida, si bien la primera era una muerte en vida mucho más cruel que el destino de Lorcan.

Recorrieron muchas millas hasta llegar casi a la frontera con Connacht y llegaron a Dromahair donde preguntaron por el hermano de Lorcan. Peary se sentía débil y agotado y se alegró de haber conseguido llevar a Deri a salvo hasta sus parientes. No tanto se alegró Ciarain O'Toghda de tener dos bocas más que alimentar en un momento que estaba pasando de escasez.
Cierta noche que Deri no podía dormir escuchó a su abuelo hablando con su tío Ciarain. En un momento de la conversación Peary comentó la suerte que habría corrido su hija en manos de aquel diablo y escuchó un nombre que quedó grabado en su mente como a fuego. Eric el Negro. Jamás lo olvidaría. Ni siquiera cuando un mes más tarde su abuelo murió con sus manos entrelazadas a las suyas. Ni cuando Ciarain lo cogió y lo llevó a enterrar al bosque. Era al atardecer. Lo recordaría mientras viviese. Su tío cargaba el cadáver del desdichado Peary en el hombro y llevaba un azadón en la mano. Él le seguía sollozando. Ya había abierto una fosa y se disponía a echar tierra al bueno de Peary cuando una flecha atravesó su garganta. Deri no sintió nada hasta que vio como Ciarain se desplomaba sobre la mortaja de su abuelo y quedaba inmóvil con una varilla saliendo de su nuca. Comprendió al instante e instintivamente echó a correr hacia el pueblo. Escuchó un silbido a su espalda y vio dos jinetes entre los árboles que le seguían. De pronto se dio de bruces con un tercero que estaba de pie en medio del camino. El golpe le tiró de espaldas dejándolo aturdido. Unas manos lo asieron y lo envolvieron con un saco. Sintió un golpe en la cabeza y de pronto todo se desvaneció a su alrededor.

Despertó unas horas después atado de pies y manos. Trató de gritar pero el dolor de la cabeza le hizo sentir nauseas. A su lado había tres hombres cerca de una fogata. Llevaban petos de cuero y el pelo trenzado. Uno de ellos se giró y llevaba el rostro pintado de líneas azules y motivos extraños. Le preguntó si estaba bien y los otros dos se echaron a reír. También iban cubiertos rostro y brazos de aquella pintura azul. Deri se asustó y empezó a lloriquear. El hombre que le había hablado se acercó y le ofreció comida. El olor de la carne le hizo vomitar y se volvió a desvanecer.


lunes, 17 de diciembre de 2012

Capítulo VII


De cómo y porqué Alasdeir fue a vivir a la corte del rey de Connacht


 

Por la mañana, muy temprano, el viejo Peary despertó al niño. Le había prometido que ese día irían a cazar patos a la laguna que se formaba todos los inviernos cerca del río Lagan. Vivían en una aldea entre la playa y la ciudad de Cill Chaoil. El pequeño Alasdeir estaba nervioso y su abuelo sólo tuvo que llamarlo ligeramente para despertarlo. Cogieron unas redes y algo de comida, y partieron cuando el sol aún comenzaba a asomar tímidamente por sobre la bruma matutina, que flotaba en el mar gris oscuro que les separaba de la isla de “los hombres salvajes”, como llamaban a los escotos o escoceses. Aquella misteriosa tierra era para Alasdeir tan sólo una sombra oscura que en verano se podía ver al otro lado del mar de levante. De allí venían las historias tenebrosas de gigantes de pelo blanco y amarillo que venían sobre dragones monstruosos flotando en el mar. Traían fuego y muerte, destrucción. Seres de otra dimensión que cada cuatro o cinco años surgían de la niebla en una mañana invernal y se llevaban mujeres y niños y mataban a los hombres y ancianos. Alasdeir temblaba sólo de pensarlo mientras su abuelo extendía una red entre unas cañas que crecían en el pantano.

 

      — Mira Deri — así le llamaban cariñosamente — yo con esta vara y esta manta, asustaré a los patos que como son muy vagos en esta época, no querrán volar y nadarán para ocultarse. No debes hacer ruido. Cuando quieran entrar entre los juncos, algunos vendrán hasta aquí y quedarán atrapados en la red. Es muy fina para que no la vean, pero al ser tan fina también es débil. Ahí es donde entras tú. Tienes que venir rápido y cogerlo antes de que parta la red y escape. Lo coges del cuello como te enseñe y lo metes en la bolsa de cuero. ¿Me has comprendido Deri?

—Claro abuelo, ya soy mayor. No te preocupes.

 

Alasdeir contaba cinco años y era la sombra del viejo Peary. No había paso que éste diera que no tuviera detrás a Deri. De él lo aprendía todo. Ya sabia hacer algún nudo y podía contar las piedras que lanzaba al mar hasta el número ocho, a partir del cual comenzaba a decirlos aleatoriamente lo que hacia a su abuelo estallar en carcajadas. Pero lo que más le gustaba era ir de caza o a buscar hierbas. Entonces estaban solos los dos y él se sentía mayor. Disfrutaba cada minuto, cada segundo, que se le antojaba eterno.

Peary salió de la charca y dejó al niño agazapado cerca de las redes. Cogió la vara de sauce y le colocó un trozo de tela como una especie de banderola que agitaba despacio sobre el agua. Los patos que nadaban tranquilos cerca se percataron enseguida y nerviosamente empezaron a huir hacia la esquina contraria, justamente donde Deri esperaba con las redes. Peary no se movía rápido pues no pretendía que su amenaza hiciera que los patos alzasen el vuelo para alejarse sino que trataran sólo de poner distancia segura de por medio y algunos cayesen en la red. Esperaba que Deri supiera que hacer y no las destrozaran.

Tres de las aves cayeron enredadas y Deri nervioso miraba a su abuelo esperando la señal.

 

— ¡Corre Deri, desengánchalos antes de que las partan! Como yo te enseñe muchacho.

 

El niño se levantó con una bolsa de cuero en la mano y se dirigió al primer animal. Le costó asirlo pues se revolvía con furia y las afiladas uñas de sus patas le hacían daño. Un par de picotazos le hicieron dudar pero, mordiéndose el labio le agarró del cuello y logró meterlo en la bolsa. Fue a por el segundo y con más confianza logró cogerlo a la primera. De pronto lo vio y se quedó petrificado. Su abuelo se acercaba y le llamó.

 

— Deri, ¿qué haces? Se te va a escapar muchacho. Mételo en la bolsa ya y ve a por el otro.

 

Pero Deri no le oía, tenia la vista clavada en el horizonte. Dejó escapar al animal que huyó aleteando entre los juncos. El otro que aun seguía en la red logró zafarse y fue siguiendo a su compañero. Peary llegó donde su nieto y le zarandeó del brazo.

 

--¿Qué te pasa criatura? Lo estabas haciendo estupendamente y vas y los dejas ir. ¿Es que no te acuerdas lo que te enseñé?

 

Deri no le contestó, tan sólo levantó el brazo y señaló al frente. Peary miró hacia donde el niño le indicaba y pudo ver una gruesa columna de humo negro que ascendía tras la colina. Era la aldea, su aldea. Rápidamente cogió al niño en brazos y dándose la vuelta corrió cuanto le permitían sus viejas y cansadas piernas en dirección contraria, hacia las montañas. El anciano reconoció al instante lo que significaba esa humareda. La muerte había llegado del mar en dragones. Deri le oyó murmurar y clavó su mirada en la lejanía. La muerte. Pero, ¿y sus padres, y sus vecinos, y la pequeña Siorsead? Ellos estaban allí. La muerte les cogería a todos. Y su abuelo ¿por qué no hacia nada? Sólo corría hacia las montañas. Huía y dejaba a sus padres a merced de los salvajes, de los dragones. Él imaginaba aquellas bestias enormes que su abuelo le había dibujado con un tizón en una pared, con las fauces abiertas y fieros ojos, con cuernos enormes y un ala grande y cuadrada en la espalda. De su lomo bajaban hombres altos y fuertes de cabeza de hierro y brazos largos que cortaban en dos a la gente. Demonios de fuego que quemaban todo.

Se escondieron en las oquedades de las rocas y comieron bayas que Peary recogía al atardecer. Durante el día permanecían escondidos. Estuvieron así tres días hasta que una mañana Deri echó a andar hacia la aldea. Cuando su abuelo se despertó y vio que faltaba le buscó por los alrededores durante un rato, aunque enseguida comprendió hacia donde se habría dirigido. Lleno de temor ante la ingenuidad del pequeño que corría en pos de una muerte segura o algo peor, salió corriendo por entre las brañas hasta llegar al pantano. Allí estaban las huellas frescas de Deri en dirección a la aldea como él había imaginado. Corría cuanto sus piernas le permitían y sólo se detuvo para tomar una rama gruesa que llevar a modo de garrote por si tenía que defenderse. Bien sabia qué poca oportunidad tendría en caso de encontrarse a alguno de aquellos salvajes y sus enormes espadas y hachas.

Llegó a la aldea y nada más acercarse se topó con el cadáver del pobre Declan Mac Goibhnen, el herrero. Llevaría dos días muerto o quizás tres, pues ya estaba hinchado y ennegrecido. Un tajo en el cuello cubierto de sangre seca daba pistas del último instante de vida del infortunado Declan. Deri no estaba por ningún lado. Le llamó en voz baja y agachado para no ser descubierto si aquellos demonios seguían por los alrededores. De pronto le escuchó. Gritaba como un poseso no lejos de allí. Peary corrió pensando que quizás le habían capturado o quién sabia qué le estarían haciendo. Le encontró de pie en la playa lanzando piedras hacia el mar brumoso.

 

Cuando llegó a la aldea y vio al herrero no le reconoció al instante. Llegó incluso a pensar que era uno de los poneys de la aldea, pero al acercarse y ver que era un hombre retrocedió horrorizado. Lo rodeó y continuó hacia donde tres días atrás había dejado su aldea. En aquel momento era un montón de maderas requemadas y cadáveres. Deri no podía pensar mas que en encontrar a su madre y su hermana. Corrió hacia donde sabía que había estado su casa y sólo pudo encontrar el cadáver de su padre. Lorcan  O'Toghda yacía boca abajo sobre una mancha oscura con la cabeza abierta en dos. Deri se le echó encima llorando y llamándolo con la estéril intención de despertarlo. Entre sollozos oyó un chapoteo en el mar que competía con el ruido de las olas y voces de hombres que no alcanzaba a entender. Cogió un palo y se limpió la nariz con la manga de la camisa. Corrió hacia la orilla cercana gritando. Entre la neblina pudo ver a uno de aquellos dragones que su abuelo le había enseñado. Su cola, su ala en la espalda y la espuma que levantaba con sus múltiples patas avanzando mar adentro. Le lanzó inútilmente el palo con la esperanza de alcanzarlo y que se girara pero éste se hundió a escasos metros ante él y el dragón seguía sin inmutarse. Le gritó con fuerza y con asombro vio como unos hombres emergían de su lomo. Comenzó a insultarlos y a tirarles piedras. En aquel momento oyó la voz de su abuelo a su espalda pero no hizo caso.

 

En el barco oyeron un grito desde la tierra. Snorre, el timonel, llamó a Eric. El negro, como le llamaban sus hombres, se acercó a ver qué quería. El marinero le señaló hacia la orilla. Un niño de unos cinco años gritaba en la playa cada vez más lejana lanzando piedras contra el barco. Pidió un arco a uno de los hombres que se le había acercado. Tensó la cuerda sobre la flecha que había colocado en él y disparó. Ésta se perdió tras el niño que sin inmutarse continuó lanzando piedras y gritando. El que le había prestado el arco se lo pidió y puso una flecha. Tensó y disparó. La saeta cayó cerca pero erró su blanco. Algunos rieron y el tal refunfuñó. Aun hubo un tercero que trató de hacer blanco infructuosamente. El mar algo picado y el bogado continuo de los remos no permitía la puntería y la pequeña y lejana figura en la playa no ayudaba. Como el niño no paraba de gritar Eric le imitó y todos los demás comenzaron a repetir los agudos chillidos de Deri mientras se metían en la bruma. En unos segundos le perdieron de vista y el oleaje acalló sus gritos. Eric se giró y se apartó el pelo rojizo de la cara mientras se dirigía hacia la proa. Sus ojos grises y fríos como el acero de su espada se entrecerraron atisbando en la niebla el destino de los otros dos buques que le acompañaban en la correría.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Capítulo VI


Al atardecer ya estaban en Cill Mhantāin, o Wykynlo como solían llamarla cada vez más. Se alojaron en el establo de un almacén propiedad de un conocido de Barra. Al día siguiente irían al puerto a buscar un barco, no querían permanecer mucho tiempo en un lugar muy frecuentado por gentes del norte que pudieran reconocer en ellos a los que andaría buscando Flintan. Los niños quedaron dormidos enseguida pero Ardrid permaneció en una duermevela vigilante y con un cuchillo en la mano. Nunca se sabía cuando se dormía en lugar ajeno.

Vápnum sínum skal-a maðr velli á feti ganga framar, því at óvíst er at vita, nær verðr á vegum úti geirs of þörf guma. (Ni un paso jamás de sus armas se aparte hombre que va por el llano, nunca se sabe por esos caminos cuándo hará falta la lanza.) — dijo el viejo recordando las palabras del Havamal, las enseñanzas que según los nórdicos había escrito el mismísimo Odín.

Por suerte no tuvo que necesitarlo y la noche transcurrió tranquila. A la mañana siguiente dejó a los niños al cuidado de la esposa de Barra y fue con él al puerto a buscar a ese marino del que le habló. Le encontraron en su barco cargando mercancías. Se trataba de un noruego que solía hacer la ruta desde Wykynlo hasta Dubris (Dover) y Lundenwic (Londres) llevando y trayendo mercaderías. Por suerte, y aunque los niños no lo sabían, Alasdeir había dejado oro suficiente como para vivir con bastante holgura durante bastante tiempo. De ese oro pagó Ardrid para que los tres, con su equipaje, pudieran hacer el viaje que les llevaría con suerte una semana. Lo importante era salir de la isla y no ser descubiertos. El barco, un viejo knorr, cargada su panzuda bodega parecía que se iba a hundir, pero Ardrid sabía que en manos expertas aquellos gigantes surcaban las olas con suavidad.

Tres días después zarpaban para cruzar el pequeño mar de los irlandeses que les separaba de la gran isla de Albión. Los niños se despidieron de la esposa de Barra y ésta les entregó un hatillo con algunas viandas y chucherías. Ardrid se despidió a su vez del hombre que tan amablemente les había ayudado.

— Espero que encuentres tu destino y que éste sea pródigo en alegrías — dijo el comerciante.

— Que el Tuerto te mire con su ojo bueno (expresión vikinga referida a Odín que sólo tenía un ojo ya que perdió el otro como precio por tener sabiduría).

Lars, así se llamaba el navegante, les acomodó bajo una lona que iba de borda a borda en popa y servia como exiguo camarote. Los niños temblaban pues nunca habían visto un barco y mucho menos tan grande y además el mar rodeándolos, aún cuando hacia buena mar y se preveía un viaje poco accidentado. Los marineros, acostumbrados a todo, no hicieron preguntas sobre los pasajeros y se limitaban a echarles un ojo de vez en cuando. Y así en unos días llegaron a Dubris. Aunque Sinead insistió en querer bajar a tierra para sentir tierra firme bajo sus pies, Ardrid no se lo permitió arguyendo que era mejor así.

— Si pones los pies en tierra volverás a marearte ya que tu cuerpo se ha acostumbrado al movimiento y cuando zarpemos de nuevo volverás a sentirte mal otra vez.

— Estoy harta— dijo la niña. — Yo no quería hacer este viaje. Quiero volver a casa.

— Tampoco querías que tu padre muriese, pero el destino así lo ha querido. No saldremos del barco porque es peligroso.

— Siempre es peligroso, todo es peligroso. Pero nunca nos cuentas porqué ese hombre vino a matar a nuestro padre. Tenemos derecho a saber.

Ardrid miró a los dos niños y en su interior supo que tenían razón. Era hora ya de que supieran quién fue su padre.
 
— Muy bien — dijo — sentaos y no me interrumpáis. Os contaré una larga historia. Quizás os parezca una patraña o un cuento, pero es real. Vuestro padre nació en un lugar y en una época en que ocurrían sucesos fantásticos y convivió con seres que os han dicho que sólo están en la imaginación de los paganos y con hombres y mujeres heroicos y valientes. Todo empezó hace muchos años en la tierras del norte de Irlanda.

— Sí, eso nos lo decía él — dijo Sinead.

Ardrid la miró de reojo.

— Cállate Sinead, déjale contar — cortó Ian que escuchaba la narración boquiabierto.

— En fin, sé que me andaréis interrumpiendo pero, os he dicho que os lo contaré y así lo haré.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Capítulo V


Tardaron tres días en llegar a Cill Mhantāin, “la iglesia de Mantán”, un puerto a orillas del mar que les separaba de Anglia. Contaban que Mantán era un monje que acompañaba a San Patricio. Cuando llegaron al puerto los habitantes les apedrearon y una piedra alcanzó a ese monje en la boca. Desde entonces le llamaban mantachān, “el desdentado” y decidió como penitencia quedarse a cristianizar el lugar. Desde que llegaron los extranjeros el puerto era llamado también Wykynlo, el vado de los Vikingos (Wicklow). Habían cruzado por las montañas y pasado la noche antes en un monasterio a orillas de un lugar llamado Glean Dā Loch el Valle de los dos lagos (Glendalough). A Sinead le encantó el lugar y habló a Ardrid de quedarse a vivir allí. El viejo refunfuñó y negó sin decir una palabra. Sinead le reprochó que quizás el hecho de tener que vivir al lado de un monasterio no fuera bueno para él pero no era nada malo para el pequeño Ian y para ella misma. Ardrid le recordó que tenían una misión que realizar.

— Cuando hayamos llevado a tu padre al lugar al que pertenece y hayamos devuelto a su dueño legítimo un objeto muy preciado.

— ¿A mi padre y a quién más? Porque en esa vasija no sólo está mi padre. Creo que es hora de que me digas de una vez quién era la persona que acompaña a mi padre. Y de paso, qué es ese objeto tan preciado por el que dio su vida sin importar que pasara con nosotros— Sinead soltó lo último como una bofetada.

— Precisamente dio su vida por protegeros.

— ¿Pero quienes somos nosotros para que nadie venga a buscarnos? Somos unos pobres labradores.

— También en eso te equivocas pequeña Sinead.

La niña esperaba la explicación cuando el pequeño Ian se despertó y pidió algo de comer. Ardrid detuvo el carro y preparó algo de comida que le dieron los monjes. Sabía que en breve Sinead volvería al ataque y que a no mucho tardar tendría que empezar a contarle algo. Ian se levantó con un trozo de queso en la boca y señalando al camino llamó la atención de los dos.

— Creo que viene alguien. Por allí.

— Rápido, los dos, fuera de aquí. Escondeos tras los helechos. No salgáis hasta que yo lo diga. Bajo ningún concepto y veáis lo que veáis. Te lo digo a ti en especial Ian. 

Ardrid se levantó sobre el carro para ver bien a quien se acercara mientras los niños se escondían raudos como conejillos.

Dos carros tirados por mulas venían en la misma dirección que ellos. Se trataba seguro de comerciantes que se dirigirían a Cill Mhantāin. Cuando llegaron a su altura se detuvieron para saludarle. En Irlanda era difícil pasar de largo sin que alguien te preguntase por la última noticia o a quien habías visto. Había autentica avidez por conocer cualquier cosa que hubiese podido acontecer y el ver a un extraño era abrir la posibilidad de enterarse de algo nuevo.

— ¡Slāinte! (Salud) — dijo el primero de los hombres. — Me llamo Barra ¿le importa que comamos aquí?

— El camino es libre — contestó Ardrid aparentando.

— No pretendemos molestarte, es por comer acompañados y charlar un poco — dijo el conductor del otro carro.

— No me molestáis, sólo que ya iba a marcharme.

— Bueno, entonces comeremos solos.

Ardrid se empezó a poner nervioso ya que no sabía como recuperar a los niños con los dos hombres allí. Como los hombres no se daban prisa comenzó a recoger y a dar vueltas alrededor del carro. Los hombres se miraban extrañados.

— ¿Te ocurre algo amigo? — dijo el que decía llamarse Barra.

Ardrid gruñó y subió al carro. Hizo un gesto imperceptible hacia los arbustos para que le siguiesen más adelante. Arreó al buey y se despidió de los hombres. Éstos le observaban marchar cuando sintieron moverse algo entre los arbustos. Rápido se levantaron y cogiendo cada uno su bastón se dispusieron a defenderse.

— ¿Quién anda ahí? Sal o tendrás problemas.

Ardrid continuaba ajeno a todo mientras de entre las matas salieron tímidamente los dos niños.

— ¿Quiénes sois y que hacíais ahí?

— Señor déjenos marchar, no hacíamos nada — dijo Sinead mirando de reojo el carro de Ardrid que se alejaba.

Uno de los hombres agarró a Ian y Sinead lanzó un grito. Al instante Ardrid se giró y vio lo que sucedía unos metros atrás. Saltó del carro y buscó la vieja espada de Alasdeir.

Con una finta casi descabeza al que asía a Ian, pero por el rabillo del ojo le vio llegar y se apartó casi de milagro. Al verle armado de aquella impresionante espada los dos hombres habrían huido pero temiendo perder la carga que transportaban decidieron negociar.

— Tranquilo hombre, no pretendíamos hacerle ningún daño.

— ¿Son tus hijos, porqué los escondías? — dijo Barra.

Ardrid tras la hoja negra protegía a los niños como un jabalí herido.

— Dejadnos ir, no tenemos nada que deciros.

— ¿Porqué tiene que ser así? Sólo somos comerciantes, quedaos con nosotros. No tenemos ninguna intención de haceros nada.

— Os vendría bien conocer gente en Cill Mhantāin, sobre todo si tenéis que ir escondiéndoos.

Ian y Sinead miraban nerviosos a Ardrid y este no dejaba de pensar. Seria muy fácil matarlos, había matado muchos hombres y no de uno en uno siempre. Eso sin embargo les traería más complicaciones en la ciudad y quizás tenían razón y podrían servirles como intermediarios con algún capitán de los barcos atracados.

— Está bien pero no hagáis preguntas — Ardrid bajó la guardia y los hombres también se relajaron.

— Empecemos de nuevo compañero, me llamo Barra y mi acompañante Connall. Somos transportistas de lana y vamos a vender esta en la ciudad.

— Soy Ardrid y estos son mis hijos — mintió, — mi esposa murió y vamos a buscar un barco para regresar a Yorvik (York) al otro lado del mar.

— Os acompañaremos y juntos buscaremos algún barco que os lleve hasta vuestra tierra. Conozco a algunos marineros que por poco dinero os llevarían.

Ardrid aceptó aun a regañadientes pero no tenían otra opción, no hacerlo sólo les traerían más problemas si querían pasar desapercibidos.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Capítulo IV


Sinead descargaba un poco de heno para alimentar al buey que les servia en el arado cuando oyó acercarse un carruaje. Distinguió a su hermano Ian y al hermano Adrian y dos o tres hombres más. Se colocó la mano a modo de visera para escudriñar los rostros pero, ni por su porte ni por su cara pudo encontrar a su padre. Se acercó a ellos lentamente saludando con la mano. Ian venia cabizbajo abrazado al sacerdote y en el carromato se adivinaba un bulto cubierto de una sabana. Inmediatamente se detuvo, sus peores temores se hicieron realidad. Se sintió mareada y se sentó en un mojón del camino a esperar lo inevitable, la llegada de aquella lúgubre comitiva. Tenia los ojos arrasados de lágrimas cuando llegaron a ella.

— Sinead, hija mía. Ten valor, ya nada puede hacerse — dijo el hermano Adrian agachándose ante ella mientras Ian se le abrazaba sollozando.
— Quise ayudarle, hermana, quise ayudarle pero él le mató. Sólo pude herir a ese mal nacido.
— Ian cuida tu lenguaje. Llevemos a padre a casa — dijo Sinead tratando de recobrar la compostura.

Llegaron a la puerta de la casa y entre los hombres bajaron el cadáver de Alasdeir y lo colocaron sobre una mesa para amortajarlo y lavarlo. En ese momento entró Ardrid, el viejo criado de la casa. Desde la puerta se cubrió los ojos con la mano y salió afuera con las uñas clavadas en la palma de la mano. El pequeño Ian salió tras él.

— Ardrid, mi padre me dijo antes de morir que tu sabrías que hacer. Que te siguiéramos siempre.
— ¿Quién hizo esto? — murmuró — ¿cómo era y como se llamaba el rufián que ha matado al... a tu padre?
— Flintan, un hombre mal encarado y tuerto. Le herí en una pierna, Ardrid, y le hubiera matado de no ser por que salió huyendo cuando llegó el hermano Adrian y los demás.

Ian tenia levantado un puño y Ardrid le acarició el pelo rubio con una desdentada sonrisa.

— Vamos adentro, hay que honrar a tu padre como se merece, como a él le hubiera gustado.

Juntos entraron mientras habían llegado varias mujeres que ayudaban a lavar la herida y el cuerpo del otrora lleno de vida Alasdeir. El hermano Adrian de rodillas junto a la joven Sinead rezaba con las manos unidas sobre su rostro.

— No gastes tus inútiles balbuceos fraile, a él no le sirven — dijo Ardrid y Sinead le fulminó con la mirada.

El hermano Adrian detuvo a la chica cogiéndola del brazo y negó entrecerrando los ojos. Se persignó y se levantó pesadamente.

— Nunca está de más una oración Ardrid. De todas formas no te preocupes, sé que Alasdeir era un caso perdido y que no descansaría en paz si no le hiciéramos un entierro como a él le hubiese gustado. Prepara la pira y Dios sabrá perdonarle si tenia el corazón limpio.

Sinead iba a protestar pero el fraile la tomó por los hombros y la sacó fuera. La convenció de que lo importante al fin y al cabo era como su padre hubiera vivido y no como había muerto y como estuviese enterrado. Desde que llegara a Cill Chainnigh nunca tuvo una pelea ni nadie tuvo nada que hablar mal de él. Con ellos se comportó siempre como un buen padre y por tanto, Adrian estaba seguro de que iría a un buen lugar ahora que estaba muerto.
Ardrid amontonó una pila de leña al borde de un barranco cercano a la granja. Soplaba una ligera brisa de los montes cercanos. Hasta allí subieron el cadáver de Alasdeir vestido con un traje de cuero ajado que sacó Ardrid de un arcón. Cubierto con una gruesa capa de piel de oso, blanca como nieve, y con la espada de Flintan a sus pies, ardió Alasdeir hasta consumirse y quedar reducido a cenizas y polvo. A unos metros estaba Ardrid vestido como un hombre del Este, un noruego, con su espada en el cinto y a su lado Ian que portaba la negra espada de su padre. Sinead les veía desde lejos, pues no había querido participar aunque no quería faltar al último adiós a su progenitor, por muy pagano que fuera el ritual. El anciano recogió las cenizas y las mezcló con aquellas que hacia algún tiempo trajeran aquellos hombres del Este [5].

— Ian, tenemos que recogerlo todo y marcharnos. Hemos de hacer el último gesto por ellos — dijo sopesando la vasija que contenía los restos de su padre y de otra persona. — Además ya no es seguro estar aquí.

Sinead llegó hasta ellos y oyó al viejo Ardrid. Abrazó a su hermano.

— Ni hablar, no dejaremos la granja que tanto esfuerzo nos costó levantar. Aquí está enterrada mi madre. Aquí enterraré a mi padre y aquí viviremos hasta que nos toque acompañarles al más allá.
— Si os quedáis aquí no dudes que será más pronto que tarde pequeña Sinead. Ese Flintan no tardará mucho en venir a reclamar lo que cree que es suyo.
— Tiene razón hermana, tu no sabes la bestia que mató a padre. Él me aconsejó que siguiéramos a Ardrid siempre, que él sabría que había que hacer — añadió Ian.
— Tu no eres más que un niño Ian, no tienes idea de...
— ¿Y qué eres tú Sinead, una mujer tal vez? — cortó el pequeño. — yo sólo digo lo que nuestro padre quería que hiciéramos.
— Él ya no está aquí, no tiene que dejar su casa y lo que conoce.

Sinead se echó a llorar. Ardrid la abrazó, no era en el fondo más que una niña y acababa de perder su único amparo. Ian se abrazó a su hermana.

— No os preocupéis que yo cuidaré de vosotros.

Al día siguiente sin más dilación, Ardrid comenzó a empacar lo necesario para partir. Pese a los esfuerzos del hermano Adrian por convencerle de que estaban seguros allí mientras el pueblo les ayudase, no cejó en su tarea y obligaba a los niños a andar raudos para tenerlo todo preparado para partir al día siguiente.

— Recapacita viejo loco, ¿adonde iras con dos criaturas y sin una simple moneda en la bolsa? Aquí tendrás ayuda.
— ¿Ayuda? Tu no tienes ni idea de quien es Flintan McAnder y de lo que será capaz por recuperar lo que quiere. Cada minuto que estamos aquí es un paso más cerca de hacer compañía a Alasdeir “Roy” O'Thoghda. — Ardrid continuaba metiendo bártulos en el carromato que sirviera para traer el cuerpo de su amigo.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Capítulo III


Alasdeir dio un paso atrás separándose del tuerto y asió la empuñadura de su espada. Todos los presentes se levantaron de un salto y se fueron acercando a la pared como protección ante la violencia que se veía en los ojos azules de Alasdeir.

— Vete mientras estás a tiempo Flintan.
— ¿Quién me obligará, tú? — rió con una mueca mientras empuñaba una espada sacada casi de la nada.

Alasdeir trató de sacar la suya, pero quedó atascada en su funda. Hacia tiempo que la tenia olvidada entre sus recuerdos dentro de una caja de madera roñosa y el acero estaba pegado a la funda de cuero endurecida por la falta de engrase. Ante la estocada de Flintan McAnder, el tuerto norteño de oscuros cabellos que parecía conocer demasiado bien a Alasdeir, éste tiró fuertemente del mango rompiendo la tira de cuero que a modo de tahalí dejaba colgada su espada en su costado y, esquivando el golpe, paró con la suya la espada de Flintan. Así estocada a estocada, golpe tras golpe, la vieja espada de Alasdeir quedó desnuda frente a su oponente.

— Hacia mucho que no lucias tu Claiohmdubh.(3)

Decididamente Flintan estaba en forma, no así su oponente que fue cediendo terreno hasta encontrarse con la pared.

— Te has hecho viejo Alasdeir, para luchar, para reinar y para vivir.

Alasdeir sacó fuerzas y se pegó a él uniendo ambas espadas mientras forcejeaban tratando de recuperar terreno. Ninguno de los dos se apercibió de una furtiva sombra que se había colado en la estancia y desde un rincón no perdía detalle. Alasdeir empujó a Flintan contra una silla y éste trastabilló hasta quedar de rodillas, momento en que aprovechó para levantar el brazo con la intención de descargar un golpe contra el cráneo o el hombro del tuerto. En un instante vio una figura pequeña  acurrucada contra la pared y se detuvo con el brazo alzado.

— ¡Ian! Vete de aquí — bramó.

Fue más el quedarse sin respiración que el dolor, lo cierto es que cuando se miró el vientre contempló con estupor como Flintan, aprovechando el instante de duda, había hundido un cuchillo bajo las costillas. Dejó caer la espada y vacilando se acercó a la pared intentando deshacerse de aquel acero que mordía rabioso su costado. Un fuerte dolor oprimía su pecho cada vez que trataba de respirar. Flintan se levantó y se le acercó.

— Vamos, dime donde está la corona de Thule(4) o me harás buscarla en tu casa, y tengo aquí a quién me llevará — dijo tomando del pelo al pequeño.

Alasdeir escupió un golpe de sangre y tos. Sus ojos reflejaban la certeza de que todo había acabado para él. Flintan se le acercó aun más y hundió sus dedos en la herida que hacia burbujas sanguinolentas por donde escapaba el aire que Alasdeir trataba de respirar. De pronto un grito ahogado salió de la garganta de Flintan, Ian había cogido la negra espada de su padre y la había hundido en la pierna del desfigurado tuerto. Cuando iba a descargar un tajo sobre el niño oyó que se acercaban algunos aldeanos encabezados por el hermano Adrian armados con porras y horcas. Flintan comprendió que poco podía hacer el solo contra aquella chusma y optó por huir no sin antes advertir a Alasdeir que recuperaría el aro de acero fuese como fuese.
Ian se acercó a su padre que yacía sentado sobre un charco de sangre haciendo acopio de sus últimas fuerzas.

— Ian, hijo mío, cuida de tu hermana, Ardrid sabrá lo que hay que hacer. Hacedles caso en todo.
Ian lloraba entre sus brazos cuando entraron el hermano Adrian y el resto de aldeanos. Alasdeir estaba muerto y del tuerto no había mas rastro que un reguero de sangre hacia una ventana.

martes, 23 de octubre de 2012

Capítulo II


Alasdeir O'Thoghda, apodado en el pueblo Roy por su pelo rojo, era huraño y distante desde que le conocían. Llegó con su esposa Siobahn haría veinte años. Ella era una mujer de tez blanca como el mármol, como así mismo era su hija Sinead. Nadie le preguntó de dónde venia, ni porqué. Sabían que de algo huía, pues cada vez que alguien subió el camino a ofrecerle alguna cosa, él le recibió espada en mano. Aquella enorme espada de hoja tan negra como la noche. Pero poco a poco, se acostumbraron a ello y él también debió hacerlo porque desde hacia mucho nadie le vio armado mas que con el azadón. Alasdeir no solía bajar al pueblo mas que para intercambiar alguna cosa y eso era muy de vez en cuando. Por eso todos se extrañaron de verlo allí aquella mañana y sin su inseparable Ian, el pequeño de diez años que parecía formar parte de sí mismo. Alasdeir traía del ronzal su caballo pequeño y nervioso y lo ató en la puerta de la taberna del viejo Duncan O'Faolain. Si alguien nuevo llegaba al pueblo y no tenia donde quedarse ni conocía a nadie, ese era el único lugar de todo  Cill Chainnigh donde poder alojarse. Se asomó al interior por la única abertura de la cabaña y la estancia se oscureció de tal modo que los seis que estaban dentro se volvieron excepto uno. Alasdeir reconoció a los otros cinco como habitantes del pueblo. El viejo Duncan y su hijo, Ciaran el del molino y los dos hermanos Mac Cathain. Inevitablemente su mirada fue hacia el sexto hombre que aun permanecía sentado y de espaldas a la puerta.

 

— Buenos días Roy — dijo el viejo Duncan. — ¿Qué te trae por aquí?
    Me andas buscando — dijo Alasdeir sin hacer caso al saludo del tabernero — bien, aquí me tienes.

 

El hombre continuó bebiendo lentamente su sopa haciendo bastante ruido al sorberla del cuenco. En la taberna se hizo el silencio. El extraño bebió el último sorbo y se giró lentamente. Su rostro dibujaba una sonrisa lobuna y una enorme cicatriz le recorría su mejilla derecha hasta la ceja señalando un horrible hueco en la cuenca vacía del ojo. Trataba de ocultarlo con el negro y grasiento cabello, pero Alasdeir no necesitaba verlo para recordar su desagradable visión.

 

— Ya no me esperabas ¿no es cierto?

— La verdad, esperaba que te estuvieses pudriendo en la barriga de alguna alimaña.

— Vaya, también yo me alegro de verte — dijo al tiempo que se levantaba y se colocaba frente a Alasdeir mirándole de arriba abajo.

— Dime lo que quieres de mí antes de desaparecer para siempre.

— Vaya, Blåansikt — dijo rodeándole lentamente y observando la figura gastada aunque imponente aún de Alasdeir — ¿Y vas a ser tú quien me haga desaparecer?

— Hace mucho que nadie me llama Blåansikt.

— ¿Es que aquí nadie te conoce verdaderamente... Blåansikt?
    Cierra tu boca hiena, siempre tuviste la boca grande, lástima que nadie te la cerró... aún. Dime ya qué quieres o vete.

 

Los presentes no salían de su asombro. ¿Quién era aquél extranjero norteño y de qué conocía a Roy, por qué le llamaba con ese nombre extraño y lo más importante, qué venia buscando según el propio Roy O'Thoghda? No obstante ninguno se atrevía a mover un solo músculo.

 

— Sabes bien lo que busco, no te hagas el tonto. Para ti es una carga, ya lo dijiste una vez —El tuerto sonreía y acariciaba el pomo de su espada.

— ¿Porqué vienes buscando algo que ya no pertenece a nadie, ni a nadie debe pertenecer? Además ya no hay nada allí. Sólo ruinas y fantasmas.
    Vamos Blåansikt, sabes que esa corona es importante. No es un simple aro de hierro. Es el respeto de todo el norte, de todas las gentes que allí moran. Me pertenece. Luché por ella una vez y por llevarla también. Es mía y nadie podrá arrebatármela ahora que su anterior dueña ha muerto.

 

Alasdeir recordó como un relámpago en su mente cuando cierto día no muy lejano recibió otra visita en su pequeña granja. Un hombre alto y rubio con la oreja llena de argollas y los brazos tatuados atravesó el pueblo junto a una pequeña escolta armada. Ejnar, pues así se llamaba, llevaba el pelo corto y una pequeña barba tan rubia que apenas se distinguía de su blanca piel. Los ojos del norteño eran tan claros como si estuviesen hechos de puro hielo y su mirada tan fría como tal. Cuando llegó a la granja, Alasdeir le saludó efusivamente como si le conociese de tiempo. Sinead no perdió detalle de todo aquel acontecimiento y aun de lejos pudo oír parte de la conversación.

 
    ¿Qué te trae por aquí Ejnar, amigo mío? — dijo Alasdeir.

 

El tal Ejnar llevaba en su mano una vasija de barro y colgado del hombro un zurrón de cuero profusamente repujado. Lentamente se lo entregó a Alasdeir  e intercambió algunas palabras con él que escaparon al oído de Sinead. Alasdeir agachó la cabeza y apretó contra sí la vasija como si fuera un bien muy preciado. El rubio norteño posó su mano sobre el hombro de Alasdeir como si le consolara. Sinead aguzó el oído.

 
    Ella quería que la tuvieses tú. Nada queda allí ya. Tu sabrás que hacer con ella.

 

Alasdeir abrió el zurrón y saco de su interior un hato de tela que desenvolvió lentamente. De su interior sacó una especie de aro metálico de color oscuro. Lo sostuvo unos segundos y lo envolvió de nuevo devolviéndolo al zurrón. Introdujo una mano en la vasija y la sacó con un fino polvo gris. Llevó su mano a los labios y cerró los ojos. Tras aquella visita Alasdeir estuvo varios días sin dormir y sin hablar. Sinead  imaginó que debían ser las cenizas de alguien muy querido por su padre pues estaba demasiado abatido. También imaginó que debía ser alguien del este puesto que en aquella parte del mundo aun solían quemar a los muertos, una práctica que los buenos cristianos abominaban. Del aro metálico jamás volvió a saber nada.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Capítulo I


Grandes son las cosas que le acontecieron, como grande fue al fin y al cabo su vida.

 

Por la ventana, apenas cubierta por una gruesa piel, entraba el viento helado de aquella noche de invierno. El fuego del pobre hogar en el centro de la estancia empezaba a apagarse y trató de levantarse para echar un madero con el que revivirlo.

Llevaba rato sentado, mirando el rápido crepitar de las llamas y sus entumecidas piernas le dolían. No era un anciano pero su cuerpo, antaño fuerte y vigoroso, no mostraba el lucimiento de épocas pasadas. Había engordado bastante y hacia mucho que no montaba a caballo. Se levantó torpemente y alimentó las llamas. La visión del fuego le recordó imágenes de hacia mucho tiempo, de una época en la que se veía a sí mismo enarbolando una antorcha y penetrando en una casa donde unos ojos le miraban horrorizados. Unos ojos azules y brillantes como los suyos. Un portazo le sacó de sus pensamientos. Una jovencita entró con un cubo de madera lleno de agua.

 

— Vamos padre, no ponga más leña que no hace tanto frío y no hay madera suficiente.

 

La joven pelirroja que trasteaba por la casa era su hija. Una niña de unos doce años que casi le llegaba al hombro a pesar de que él era un gigante de casi dos metros. Su pelo como el fuego le recordaba a otra mujer, otra muchachita que correteaba a su lado cuando era niño.

 

— ¡Ah, Maeve! ¿Dónde estas ahora mi querida Maeve?

 

Los ojos azules de la niña le miraron y él sintió la caricia de un mar de un azul helado que rodeaba sus pies envolviéndolos de una arena oscura y fina, de una espuma blanca y efervescente.

 

— ¿Quién es Maeve? —  dijo la niña.

— Alguien que conocí hace mucho tiempo. Un tiempo en que las cosas reales eran irreales y las imaginadas eran tangibles como esos maderos.

— No os entiendo padre, siempre habláis de forma muy extraña.

— Mi querida Sinead, mi niña amada, yo nací en una época remota donde aun había trolls y hadas y los seres de la naturaleza se dejaban ver.

— ¿Trolls, hadas, elfos? Eso son cosas de cuento padre. El hermano Adrian dice que no debemos creer en supercherías paganas y cuentos de brujas.

— ¿El hermano Adrian? Que sabrá él que no ha salido más allá de lo que abarca su enorme nariz. ¿Acaso ha navegado por el océano o ha conocido a las gentes del norte que cruzan el mar sobre dragones envueltos en la bruma y rodeado de los hielos del infierno?

— Pero padre, siempre está con lo mismo. Debería ir a la iglesia, allí nos habla de lugares maravillosos donde iremos cuando...

— Cuando hayamos muerto — cortó — Yo te hablo de lugares reales... o al menos así lo eran. Hoy quizás estén cubiertos con la niebla del olvido de las gentes.

— Déjelo padre, no le entenderé. En fin, voy a acabar de lavar está ropa. Espero que pueda secarse antes de que vuelva a llover.

    Algún día sabrás toda la verdad de mi vida hija. No siempre fui un granjero.

 

La niña se puso en jarras negando con la cabeza mientras su padre se recostó con los ojos llenos de fantasía, de una fantasía creada tal vez por su imaginación enferma. O eso pensaba ella.

El pequeño Ian jugaba con un trozo de madera imaginando que era un caballo. Tendría dos años menos que Sinead. Ambos se parecían mucho y su padre decía que tenían los mismos ojos de su madre. Siobahn murió cuando dio a luz a Ian y desde entonces se habían criado con su padre y un viejo criado llamado Ardrid. Tenían una casa pequeña de techumbre de brezo como era común en el país. Algunas ovejas y un par de vacas, gallinas, ocas y un poco de terreno donde cultivaban hortalizas, con las que escasamente sobrevivían. Sinead se había hecho pronto el ama de su casa y hacia todos los trabajos que le correspondía como mujer. Entre tanto Ian ayudaba en lo que podía a su padre con los animales y llevando al mercado del pueblo los pocos productos que cambiaban por cosas de las que ellos carecían. Nadie le conocía cuando llegó desde el Ulster hacía ahora unos dos años. El pequeño pueblo de Cill Chainnigh (1) les acogió sin preguntas. Por su atuendo y sus formas pensaban que bien podía tratarse de un gall, un extranjero. Todo lo contrario a un gael, un autentico irlandés, aunque nadie imaginaba que había nacido no lejos de allí. El hermano Adrian iba cada semana hasta su casa para tratar de acercarlo a la iglesia y hablarle de Dios y su obra, pero siempre se negaba cruzado de brazos aunque la pequeña Sinead le rogase una y otra vez.

 
    Un pagano, eso es lo que eres. Y nos arrastrarás a todos a la ruina- le decía su hija.

    Trátame con respeto. Tú no sabes nada de nada.

    Pues va siendo hora de que sepa. No sé a qué tanto misterio. Me sacas de quicio —  gruñía Sinead dando un portazo.

 

Pero no era ni el momento ni la ocasión de revelar su vida y todo lo que había sido el mundo para él. Para Sinead el mundo se reducía a aquel pedazo de tierra y a su aldea, así que no recordaba nada que no fuera su vida allí. Era feliz y para él era lo principal. No habría permitido que nada ni nadie hubiese podido hacerle daño ni tampoco le habría gustado que hubiese vivido lo que él. Por eso ocultaba su pasado incluso a ella.

Aún recordaba cuando cierto día en que le sorprendió con su vieja espada en la mano y quedó tan asustada como sorprendida. Jamás vio a un granjero con espada y para ella eso era no sólo algo inaudito sino peligroso. Es verdad que alguna vez habían sufrido ataques de piratas escandinavos o de bandidos y perseguidos, pero se habían defendido refugiándose en la torre. Nadie en Cill Chainnigh usaba espada. ¿De donde la había sacado? El hermano Adrian le decía a Sinead que no debía forzar a su padre pues intuía que había algo en su pasado que debía estar torturándole y a buen seguro, cuando llegase el momento ella lo sabría. El joven Ian nada parecía saber de todo ello o al menos no decía nada al respecto.

El anciano Ardrid que dormitaba como siempre al sol tampoco abría la boca para decir nada. Sinead cada día estaba más y más contrariada porque, el pasado de su padre también era suyo. Ella no pudo ver cuando el hermano Adrian y algunos de sus vecinos se enfrentaron a su padre por no querer enterrar cristianamente a su madre. Cuando cierto día le preguntó si había amado a su madre él le respondió de una forma que quedó clavada en su corazón.

 
    Ten por seguro que si no hubiese muerto... habría llegado a amarla porque era una mujer adorable.

 

Si ella estuviese allí seguramente nada sería como es.

Los días pasaban y con ellos el invierno. Llegaba la época de la siembra y el hombre roturaba sus tierras junto a su hijo Ian. El pequeño tiraba del buey que hacia dos años habían comprado en la feria del ganado y su padre empujaba el arado al cual estaba enganchado. Su hija les observaba mientras tendía alguna ropa y el viejo Ardrid, como siempre, dormitaba al sol. Era sábado y el tímido sol de una recién estrenada primavera calentaba tímidamente la tierra. Por el camino, Sinead vio subir al hermano Adrian. Se agarraba el borde del hábito y rezongaba mientras se secaba el rostro.

    Dios os bendiga — dijo al llegar.

 

Ian saludó con la mano desde lejos y su padre se limitó a alzar la barbilla. Sinead se apresuró a besar su mano y se arrodilló levemente ante él.

— ¿A que debemos su visita hermano, os apetece una jarra de cerveza? — dijo Sinead con cortesía.

— ¡Sinead! — gritó su padre — ya sabes que no tenemos nada de sobra.

— No hagáis caso hermano, pasad y tomad un refrigerio.

— Gracias niña, hace ya demasiado calor — dijo el clérigo.

    No tanto como en ese infierno que tanto os gusta proclamar — gruñó Ardrid sin apenas abrir los ojos.

 

El monje se limitó a sonreír y pasó dentro de la casa.

 

— ¿Y bien hermano, que os trae a nuestra casa? — dijo mientras escanciaba un poco de cerveza en una jarra de madera — No esperareis convencer a mi padre de que vaya mañana a misa ¿verdad?

    Eso seria un gran logro para mí — dijo al tiempo que el padre de Sinead entraba a la casa secándose el sudor. — Pero no, no es eso — hizo una pausa y bebió un trago — se trata de un extranjero, un hombre que ha venido desde Loch Garman.

 

Loch Garman era un viejo puerto que no hacia ni cien años había sido conquistado por noruegos y le habían dado el nombre de Weisafjord (2), “el fiordo de la playa”. Todo aquel que deseara llegar por mar a Cill Chainnigh, tenía su puerto más cercano en Weisafjord.

 

— Ha preguntado por ti, Alasdeir — por primera vez en mucho tiempo alguien decía su nombre — por prudencia no le dije donde vivías pero, no dudo que lo averiguará pronto. Por si acaso yo vengo a prevenirte.

    Pues ya lo has hecho — dijo el hombre secamente — ahora que ya has bebido mi cerveza y te has refrescado, sigue tu camino.

 

El hermano Adrian se levantó sonriendo amigablemente.

 

— Sólo deseo el bien de tu familia como el de toda la comunidad.

— No hagáis caso hermano — dijo Sinead solicita. — Mi padre tiene mal genio pero no es malo. Sólo un tanto cascarrabias — añadió al tiempo que lanzaba una mirada ceñuda a su padre.

    No te preocupes niña, ya me iba. Alasdeir, si necesitas ayuda ya sabes que puedes contar con la asamblea.

 

Alasdeir gruñó y Adrian salió de la casa encaminándose hacia el pueblo. En la casa se hizo el silencio. Ian que había estado oyendo todo se acercó a su padre.

 

— Padre, si ese hombre viene le estaremos esperando. Defenderemos la casa. Sinead tu no te preocupes — dijo subiéndose los pantalones.

    Cállate mocoso, menudo defensor. Padre ¿tu sabes quién es ese hombre? Debes decirnos si tenemos algo que temer.

 

Alasdeir estaba agachado sobre una olla hirviente de nabos y remolacha. Miró a Ardrid y este asintió.

 

— No sé quien es pero no tardaremos en averiguarlo. Mañana bajaré al pueblo y le buscaré. Siempre es mejor enfrentarse a los hechos que esperar a que ellos te sorprendan.

— Yo te acompañaré — dijo Ian.

    Tú te quedarás cuidando de tu hermana. Si me sucediera algo, alguien debe quedarse como jefe de la familia — dijo con una sonrisa. — Y ahora vamos a comer que es tarde ya.

 

Sinead suspiró y sin mucho convencimiento se dispuso a servir el potaje.

Prólogo

Hace una década más o menos, en un chat de IRCHispano, comenzaron a reunirse un nutrido grupo de personas con gustos parecidos y ganas de jugar a rol. Para quien aún no sepa qué es rol, os diré que es un juego en grupo en el que cada cual hace un personaje y lo desarrolla según unas reglas pre-escritas.

Existen algunas variedades de rol. El más conocido es el "rol de mesa" o el típico rol con dados y cartas. También, algo más denostado, encontramos el "rol en vivo" o donde los jugadores se disfrazan y juegan en un escenario más amplio, llevando sus acciones de forma real.
Otras modalidades de rol pueden ser el "rol vía e-mail", en el que los jugadores siguen las instrucciones enviadas por el maestro de juego por correo.
 El "rol por foro" o MMORPG, donde normalmente el jugador se registra en un foro y presenta su personaje para luego interactuar, con él, con otros jugadores. Es usual que exista un videojuego, o un soporte web, donde el personaje tiene un lugar donde recrearse y seguir unas pautas de supervivencia y desarrollo individual. Necesitará comer, trabajar, viajar, etc... El más conocido es quizás Reinos Renacientes, un juego donde encontramos una interface donde crear nuestro personaje "real" y hacerlo vivir y crecer en una ciudad de alguno de los reinos renacentistas de Europa. Además cuenta con un foro donde poder relaccionarse con los demás jugadores y crear historias o discutir sobre el juego y sus vicisitudes. Tiene por último, las llamadas tabernas, una mini sala de chat donde los personajes charlan en directo unos con otros.

Con muchas menos pretensiones, en aquel chat de IRC, sin rostros ni dibujos, sin armas ni terrenos, creamos Tyrhavn y las tierras que la rodeaban. Kaupang, Pendragon, Tol Galden, Caerleon, etc... Tierras imaginarias donde se desarrollaban fiestas, guerras, duelos y amorios cada noche. Ambientado en época medieval, y con toques de literatura fantástica, se fueron fraguando historias que sin unas reglas estrictas conformaron un hilo conductor que las unia.
En nuestro caso, la Europa noroccidental del Siglo IX, en plena era de la expansión vikinga.

De todas aquellas noches de juego y de historias contadas en negro sobre fondo gris, me surgió la idea de recopilarlas y siguiendo una linea historica, novelarla para publicarla como tal. Es por tanto esta una idea poco habitual ya que, en la mayoría de los casos, es justo al contrario: Una publicación da pie a un juego de rol.
La novela que vas a comenzar a leer, y que será por entregas mensuales, está basada en las historias que se fueron vertebrando durante varios años por los jugadores/personajes de ficción que fueron yendo y viniendo, apareciendo y desapareciendo, en el juego. Toda ella está vista desde las vivencias de uno de sus protagonistas, en dos narraciones que se mezclan. La primera en un tiempo presente (de la época) y la otra en flashback o narración del pasado del personaje. Me he permitido, no obstante y a pesar de ser una novela de ficción histórica, la licencia de modificar la naturaleza de algunos "actores" que en dicho juego eran seres de corte fantastico. Espero que sus roleadores me lo perdonen, aunque he tratado de darles la misma personalidad y asemejarlos a seres humanos, eso sí, con todo el misterio que la época me permite.

A pesar de que la novela esté basada en una ficción fruto de la imaginación de los jugadores, existen algunos nombres muy concretos que sí existieron pero que no entran en la trama y solo se nombran como referencia, como por ejemplo el rey Harald I Hårfagri de Noruega. También se nombran muchos lugares que son reales de la época. Aun así no debe tomarse como referente histórico ya que a menudo se incluyen territorios anacrónicos entre sí. Esto no deja de ser una novela de ficción basada en un juego.
Las referencias mitológicas y sobre costumbres sí son reales y referenciables. Aprenderás por tanto los usos, costumbres y creencias de las gentes que habitaban el norte de Europa durante la Era vikinga.

Espero que la disfrutes tanto como lo hicimos los que jugamos o vivimos aquella historia y yo escribiendola y rememorándola.


Dedicada a aquellos locos insomnes.