Al atardecer ya estaban en Cill Mhantāin, o Wykynlo como solían
llamarla cada vez más. Se alojaron en el establo de un almacén propiedad de un
conocido de Barra. Al día siguiente irían al puerto a buscar un barco, no
querían permanecer mucho tiempo en un lugar muy frecuentado por gentes del
norte que pudieran reconocer en ellos a los que andaría buscando Flintan. Los
niños quedaron dormidos enseguida pero Ardrid permaneció en una duermevela
vigilante y con un cuchillo en la mano. Nunca se sabía cuando se dormía en
lugar ajeno.
— Vápnum sínum skal-a maðr velli á feti ganga framar, því at
óvíst er at vita, nær verðr á vegum úti geirs of þörf guma. (Ni un paso
jamás de sus armas se aparte hombre que va por el llano, nunca se sabe por esos
caminos cuándo hará falta la lanza.) — dijo el viejo recordando las palabras
del Havamal, las enseñanzas que según los nórdicos había escrito el mismísimo
Odín.
Por suerte no tuvo que necesitarlo y la noche transcurrió
tranquila. A la mañana siguiente dejó a los niños al cuidado de la esposa de
Barra y fue con él al puerto a buscar a ese marino del que le habló. Le
encontraron en su barco cargando mercancías. Se trataba de un noruego que solía
hacer la ruta desde Wykynlo hasta Dubris (Dover) y Lundenwic (Londres) llevando
y trayendo mercaderías. Por suerte, y aunque los niños no lo sabían, Alasdeir
había dejado oro suficiente como para vivir con bastante holgura durante
bastante tiempo. De ese oro pagó Ardrid para que los tres, con su equipaje,
pudieran hacer el viaje que les llevaría con suerte una semana. Lo importante
era salir de la isla y no ser descubiertos. El barco, un viejo knorr,
cargada su panzuda bodega parecía que se iba a hundir, pero Ardrid sabía que en
manos expertas aquellos gigantes surcaban las olas con suavidad.
Tres días después zarpaban para cruzar el pequeño mar de los
irlandeses que les separaba de la gran isla de Albión. Los niños se despidieron
de la esposa de Barra y ésta les entregó un hatillo con algunas viandas y
chucherías. Ardrid se despidió a su vez del hombre que tan amablemente les
había ayudado.
— Espero que encuentres tu destino y que éste sea pródigo en
alegrías — dijo el comerciante.
— Que el Tuerto te mire con su ojo bueno (expresión vikinga
referida a Odín que sólo tenía un ojo ya que perdió el otro como precio por
tener sabiduría).
Lars, así se llamaba el navegante, les acomodó bajo una lona
que iba de borda a borda en popa y servia como exiguo camarote. Los niños
temblaban pues nunca habían visto un barco y mucho menos tan grande y además el
mar rodeándolos, aún cuando hacia buena mar y se preveía un viaje poco
accidentado. Los marineros, acostumbrados a todo, no hicieron preguntas sobre
los pasajeros y se limitaban a echarles un ojo de vez en cuando. Y así en unos
días llegaron a Dubris. Aunque Sinead insistió en querer bajar a tierra para
sentir tierra firme bajo sus pies, Ardrid no se lo permitió arguyendo que era
mejor así.
— Si pones los pies en tierra volverás a marearte ya que tu
cuerpo se ha acostumbrado al movimiento y cuando zarpemos de nuevo volverás a
sentirte mal otra vez.
— Estoy harta— dijo la niña. — Yo no quería hacer este viaje.
Quiero volver a casa.
— Tampoco querías que tu padre muriese, pero el destino así lo
ha querido. No saldremos del barco porque es peligroso.
— Siempre es peligroso, todo es peligroso. Pero nunca nos
cuentas porqué ese hombre vino a matar a nuestro padre. Tenemos derecho a
saber.
Ardrid miró a los dos niños y en su interior supo que tenían
razón. Era hora ya de que supieran quién fue su padre.
— Muy bien — dijo — sentaos y no me interrumpáis. Os contaré
una larga historia. Quizás os parezca una patraña o un cuento, pero es real.
Vuestro padre nació en un lugar y en una época en que ocurrían sucesos
fantásticos y convivió con seres que os han dicho que sólo están en la
imaginación de los paganos y con hombres y mujeres heroicos y valientes. Todo
empezó hace muchos años en la tierras del norte de Irlanda.
— Sí, eso nos lo decía él — dijo Sinead.
Ardrid la miró de reojo.
— Cállate Sinead, déjale contar — cortó Ian que escuchaba la
narración boquiabierto.
— En fin, sé que me andaréis interrumpiendo pero, os he dicho
que os lo contaré y así lo haré.
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