viernes, 14 de diciembre de 2012

Capítulo VI


Al atardecer ya estaban en Cill Mhantāin, o Wykynlo como solían llamarla cada vez más. Se alojaron en el establo de un almacén propiedad de un conocido de Barra. Al día siguiente irían al puerto a buscar un barco, no querían permanecer mucho tiempo en un lugar muy frecuentado por gentes del norte que pudieran reconocer en ellos a los que andaría buscando Flintan. Los niños quedaron dormidos enseguida pero Ardrid permaneció en una duermevela vigilante y con un cuchillo en la mano. Nunca se sabía cuando se dormía en lugar ajeno.

Vápnum sínum skal-a maðr velli á feti ganga framar, því at óvíst er at vita, nær verðr á vegum úti geirs of þörf guma. (Ni un paso jamás de sus armas se aparte hombre que va por el llano, nunca se sabe por esos caminos cuándo hará falta la lanza.) — dijo el viejo recordando las palabras del Havamal, las enseñanzas que según los nórdicos había escrito el mismísimo Odín.

Por suerte no tuvo que necesitarlo y la noche transcurrió tranquila. A la mañana siguiente dejó a los niños al cuidado de la esposa de Barra y fue con él al puerto a buscar a ese marino del que le habló. Le encontraron en su barco cargando mercancías. Se trataba de un noruego que solía hacer la ruta desde Wykynlo hasta Dubris (Dover) y Lundenwic (Londres) llevando y trayendo mercaderías. Por suerte, y aunque los niños no lo sabían, Alasdeir había dejado oro suficiente como para vivir con bastante holgura durante bastante tiempo. De ese oro pagó Ardrid para que los tres, con su equipaje, pudieran hacer el viaje que les llevaría con suerte una semana. Lo importante era salir de la isla y no ser descubiertos. El barco, un viejo knorr, cargada su panzuda bodega parecía que se iba a hundir, pero Ardrid sabía que en manos expertas aquellos gigantes surcaban las olas con suavidad.

Tres días después zarpaban para cruzar el pequeño mar de los irlandeses que les separaba de la gran isla de Albión. Los niños se despidieron de la esposa de Barra y ésta les entregó un hatillo con algunas viandas y chucherías. Ardrid se despidió a su vez del hombre que tan amablemente les había ayudado.

— Espero que encuentres tu destino y que éste sea pródigo en alegrías — dijo el comerciante.

— Que el Tuerto te mire con su ojo bueno (expresión vikinga referida a Odín que sólo tenía un ojo ya que perdió el otro como precio por tener sabiduría).

Lars, así se llamaba el navegante, les acomodó bajo una lona que iba de borda a borda en popa y servia como exiguo camarote. Los niños temblaban pues nunca habían visto un barco y mucho menos tan grande y además el mar rodeándolos, aún cuando hacia buena mar y se preveía un viaje poco accidentado. Los marineros, acostumbrados a todo, no hicieron preguntas sobre los pasajeros y se limitaban a echarles un ojo de vez en cuando. Y así en unos días llegaron a Dubris. Aunque Sinead insistió en querer bajar a tierra para sentir tierra firme bajo sus pies, Ardrid no se lo permitió arguyendo que era mejor así.

— Si pones los pies en tierra volverás a marearte ya que tu cuerpo se ha acostumbrado al movimiento y cuando zarpemos de nuevo volverás a sentirte mal otra vez.

— Estoy harta— dijo la niña. — Yo no quería hacer este viaje. Quiero volver a casa.

— Tampoco querías que tu padre muriese, pero el destino así lo ha querido. No saldremos del barco porque es peligroso.

— Siempre es peligroso, todo es peligroso. Pero nunca nos cuentas porqué ese hombre vino a matar a nuestro padre. Tenemos derecho a saber.

Ardrid miró a los dos niños y en su interior supo que tenían razón. Era hora ya de que supieran quién fue su padre.
 
— Muy bien — dijo — sentaos y no me interrumpáis. Os contaré una larga historia. Quizás os parezca una patraña o un cuento, pero es real. Vuestro padre nació en un lugar y en una época en que ocurrían sucesos fantásticos y convivió con seres que os han dicho que sólo están en la imaginación de los paganos y con hombres y mujeres heroicos y valientes. Todo empezó hace muchos años en la tierras del norte de Irlanda.

— Sí, eso nos lo decía él — dijo Sinead.

Ardrid la miró de reojo.

— Cállate Sinead, déjale contar — cortó Ian que escuchaba la narración boquiabierto.

— En fin, sé que me andaréis interrumpiendo pero, os he dicho que os lo contaré y así lo haré.

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