“Eric”, el nombre resonó en el interior de Alasdeir como si lo
hubiesen pronunciado dentro de un tonel. Sintió de pronto un vuelco en el
corazón y por un momento tuvo que luchar por no expulsar el contenido de su
estomago. Las piernas le temblaron y hubo de esforzarse en dominar las
convulsiones. Ciarain le puso la mano en el hombro y volvió a pedirle que le
siguiera. Los vikingos reían ante el comentario del que señalaba a Alasdeir y
más aun al ver la reacción del muchacho, teniéndola por miedo y no por la ira
que en ese momento dominaba al irlandés.
— Uladh,
hazme caso. Vámonos — Ciarain arrastraba prácticamente a Alasdeir ante las
risas de los marinos.
— Vete
a casa muchacho. Mamá te estará esperando — los seis hombres se marcharon hacia
los muelles riendo.
— ¿Estás
loco tú, idiota? Nos ha ido por un pelo ¿Quieres que nos maten? — Ciarain se
llevaba los dedos a la frente mientras se dirigían a la posada echando miradas
hacia atrás.
Los vikingos les hubieran hecho trizas sin apenas mover una
ceja. No era raro que las riñas o desplantes entre marineros norteños y
paisanos irlandeses acabaran en muerte. La balanza normalmente se decantaba del
lado de los norsemann, como se llamaban a sí mismos, bien fuera por su vida de
luchas y pelea continua o por las mejores armas que llevaban.
— ¿Te
fijaste en ese cachorro Eric? Tenía tu mismo pelo — dijo uno de los marinos —.
A lo mejor es uno de tus hijos irlandeses — todos rieron.
— Podrías
serlo tú si tu madre no hubiese sido tan horriblemente fea, Roald.
Las carcajadas atronaban en la oscuridad que ya se había
cernido sobre el puerto escasamente iluminado por unas antorchas. Eric no pudo
reprimir mirar hacia atrás, al grupo de jóvenes que ya sólo eran una mancha en
la lejanía.
Alasdeir no concilió el sueño en toda la noche. Había tenido a
escasos pasos al hombre que había matado a su padre y a sus vecinos, y que sabía
qué había sido de su madre y hermana. No supo diferenciar si lo que había
sentido era, producto de un miedo primario y elemental ante la posibilidad de
morir a manos de aquél que había acabado con el mundo en el que tendría que
haber vivido, o la furia salvaje y simple del deseo de venganza. La imagen del
dragón hundiéndose en la bruma se le apareció de nuevo como hacia mucho que no
lo hacia. Tenía que matarlo y al día siguiente partirían. Era ahora o nunca. Ni
el glorioso Cu Chullain tuvo la oportunidad de vengarse tan a la mano. No
esperaría más. Estaba decidido a morir si era preciso.
Se levantó sigilosamente para no despertar al resto de
compañeros que compartían la escueta habitación que habían podido alquilar. Se
colocó el capote y tomó el cuchillo y su shilellag. Era poco pero bastaría si
lograba cogerlo por sorpresa. Echaba de menos la lanza con la que se ejercitaba
con Maeve. Y a ella también. Si hubiese estado aquí habría tenido una ayuda
magnífica para cumplir su propósito. Salió diligente de la posada y se encaminó
hacia el cercano puerto. El olor a ciénaga le indicaba que no estaba lejos. Se
ocultó de algunos guardias de ronda que vigilaban las calles enfangadas de Dyflin.
El amanecer seria el momento perfecto para coger distraído al criminal. En
algún momento bajaría del barco antes de zarpar. No iba a tener tan mala suerte
ya que los dioses habían dispuesto que se encontraran después de tanto tiempo
¿Y si no estaba solo? Ya daba igual. Sólo necesitaba acercarse lo suficiente
para hundirle el cuchillo en el cuello o las ingles. No se lo esperaría de un
simple muchacho desarmado. Si luego acababan con él, al menos su venganza
estaba cumplida. Podía morir con orgullo, y su alma y la de los suyos
descansaría en paz en Tir na n’Og, la tierra donde esperaría a reencarnarse.
El sol aun no había salido pero ya teñía de púrpura el
horizonte cuajado de nubecillas. La primavera recién estrenada había dejado
durante la espera charcos en el suelo que reflejaban el cielo en ellos. Quizás
seria el último amanecer que vería y respiró profundamente el frío aire
matutino. Esperaba que no le doliera mucho. No temía a la muerte, sabia que era
un trámite más en un ciclo de reencarnaciones sin final. Según sus creencias,
todos los seres morían y volvían más tarde o más temprano a renacer tras estar
algún tiempo en la Tierra de la Eterna Juventud, Tir na n’Og, donde se
regenerarían sus almas inmortales. El paso era lo que temía. El dolor hasta
superar el trance. Aun no había podido ver
morir a gente en la guerra pero, había sido testigo de algunos
accidentes entre sus compañeros de armas. Uno cayó de un acantilado mientras
corrían por el borde del abismo en una carrera estúpida por una apuesta sobre
el valor. Cuando bajaron a rescatarlo no estaba muerto todavía. Tres días de
horribles quejidos y un cuerpo hecho añicos como una vasija tirada al suelo en
un descuido. Aquello le impactó casi tanto como ver a la gente de su aldea
después del paso de Eric. Un día, lanzando jabalinas, uno de los pequeños
cadetes se cruzó delante de los blancos sobre los que disparaban. Uno de los
rejones le atravesó el costado de parte a parte. El sufrimiento que vio en sus
ojos mientras se ahogaba en su propia sangre no se lo pudo quitar de la mente
en muchas noches de insomnio. Definitivamente deseaba una muerte instantánea e
indolora, o que al menos durara poco.
Mientras estaba en esas cavilaciones oyó unas voces que le
sacaron de su ensimismamiento. Tres hombres bajaban por las tablazones que
hacían de escala al barco amarrado en el muelle. Sí la suerte estuviera de su
lado. Se acercaría por detrás en silencio y al menos podría meterle la hoja por
los riñones. Los otros dos le cazarían y le darían muerte sí, pero “el negro”
moriría varios días después en una lenta agonía. Y él desde el otro mundo lo
vería sufrir con sumo placer, como cuando en aquella playa, un Eric con los
colmillos ensangrentados se reía de un niño que lo había perdido todo.
Por tres veces hizo el amago de salir y por tres veces sus
piernas no le respondieron. Prudencia o cobardía, no podría distinguirlo.
Apretaba con fuerza el cuchillo hasta casi dolerle los dedos. Nunca había
matado a un hombre, ni siquiera herirlo, y no sabía si en última instancia
seria capaz de hacerlo. Se había entrenado para, llegado el día, estar
preparado para hacerlo pero nunca imaginó cómo seria y que tendría que hacerlo
tan pronto... y solo. Las lágrimas afloraron a sus ojos. No, su cuerpo no le
respondía. Era un cobarde. En el momento oportuno había fallado. Su padre, su
abuelo, y seguramente su madre y hermana, estarían ahora viéndole allí
tembloroso, inerme. Se odió a sí mismo. Sí hubiese tenido valor habría hundido
la pequeña hoja afilada en su propio cuello para no tener que vivir con aquella
vergüenza.
Inexplicablemente Eric se despidió de los hombres que se
quedaron observando una pila de barricas que tal vez debían embarcar al
drakkar. Se restregó los ojos porque la fina lámina acuosa que se había formado
a modo de velo lacrimoso no le dejaba ver bien lo que estaba sucediendo a unos
metros de él. Los dioses le estaban dando otra oportunidad, serÍa un insulto no
aprovecharla. Eric desapareció entre dos barracones que daban hacia el río. No
quería que se le escapase y buscó por donde cruzar sin ser visto. Un par de
carretones colocados a ambos lados de la callejuela le servirían, si era
silencioso y si tenía la suerte de que los dos marinos que estaban frente a él
no se giraban inoportunamente. Se introdujo en el angostillo entre las barracas
y no vio a Eric. Pegado de espaldas a la pared se acercó a la trasera del barracón.
No era posible, allí estaba el enorme vikingo con los pantalones hasta las
rodillas vaciando los intestinos, agachado de espaldas a él. Le hubiera
parecido una escena cómica de no ser por el dramatismo de las intenciones que
llevaba. Se acercó empuñando el cuchillo. Se lo clavaría en el cuello y lo
dejaría allí desangrándose sobre sus propias heces, como un cerdo. Estaba claro
que sólo tendría esa oportunidad. No había mucho honor en matar a un hombre por
la espalda y en aquella situación tan escatológica, que no le daba oportunidad
de defenderse, pero no era aquel asesino un dechado de virtudes, ni merecía
compasión alguna para brindarle una muerte digna de un guerrero. Tampoco la
diferencia de fuerza o armas le era propicia a Alasdeir, por lo que tenÍa que
jugar con la baza de la sorpresa y la ocasión que se le presentaba. Estaba ya
casi encima del gigante que gruñía como un oso ante él, tan cerca que hasta le
llegaba el calor del cuerpo semidesnudo de Eric, cuando una de las tablas que
cubría el suelo como una pasarela, para no hundirse en el fangoso camino que
solían formar las calles de las ciudades, crujió bajo sus pies. Eric giró
levemente la cabeza sorprendido.
— Quién
anda ahí — graznó.
Alasdeir se quedó petrificado. Tenia que decidir si lanzarse sobre
él o salir huyendo. Miró su mano. Temblaba aferrada al cuchillo. Eric se giró
un poco más y lo vio.
— Eh,
tú eres el chico de ayer. ¿Qué coño quieres? ¿Es que no ves que estoy cagando?
En ese momento vio el puñal en la mano de Alasdeir y comprendió
las intenciones que traía el muchacho. Al contrario de asustarse como habría
sido normal en cualquiera que viera ante sí su propia muerte, Eric era un
hombre que había mirado a la blanca tez de Hel (diosa nórdica de los infiernos)
muchas veces. Al contrario, el hombre sonrió sabiéndose más fuerte y avezado
que aquel imberbe, aun estando en su embarazosa situación. Se sujetó el
pantalón con una mano para levantarse mientras con la otra buscó en su cinto la
larga hoja de su espada. Su rostro se trocó en sorpresa cuando descubrió que no
la llevaba. En la confianza de saberse en lugar protegido, Eric se había
soltado el talabarte y había dejado la vaina de pie contra la pared. Al
recordarlo, sus ojos fueron hacia el lugar. Alasdeir lo notó y también miró. Se
estiró como un felino y la alcanzó antes que el vikingo. Éste sonrió aún.
— Deja
eso, no vayas a hacerte daño maldita rata.
— Voy
a matarte — acertó a decir Alasdeir, aunque no sabia como pudo articular
palabra. Su garganta estaba tan seca y su lengua tan pegada al paladar, que le
dolió al tragar.
Eric hizo el amago de lanzarse hacia él y el muchacho dio un
par de pasos hacia atrás. El vikingo se soltó para abalanzarse con ambas manos
y el pantalón cayó hasta las pantorrillas. El peso, y el suelo resbaloso y empapado
le hicieron perder el equilibrio y caer de bruces. Alasdeir sacó la hoja de la
vaina y la dirigió a la nuca de Eric. En el último instante se detuvo. El
vikingo levantó la cabeza y se rió mientras se incorporaba limpiándose las
manos de barro en las mangas de la camisa. Alasdeir no apartó la punta de
aquella hoja de color negro del cuello de su víctima. Eric, de rodillas aún, apoyó la espalda en
la pared y suspiró.
— No
lo harás. No tienes huevos.
Alasdeir bajó la espada un poco, sobrepasado por el miedo que
aun desarmado le causaba Eric. Éste aprovechó la ocasión para intentar
arrebatarle el arma y la cogió por la hoja para desarmarlo. Ante la sorpresa,
Alasdeir empujó la empuñadura contra el hombre. El filo de la hoja se deslizó
entre las duras manos de Eric cortando la piel como si fuera mantequilla y la
punta redondeada se introdujo unos centímetros en el espacio entre la clavícula
y las costillas. Eric apretó los párpados por el dolor. Alasdeir permanecía en
un trance hipnótico. El vikingo apenas se quejó. Sólo abrió los ojos y lo miró,
entre incrédulo y furioso.
— ¿Por
qué, por qué haces esto? ¿De qué me conoces tú? — balbució.
— Tú
los mataste a todos. Me dejaste sin nadie. Perro asesino ¿Qué hiciste con mi
madre y mi hermana? Responde.
— Pero
¿de qué me hablas? ¿Quién es tu madre, hijo de perra?
Alasdeir empujó un poco la espada y Eric se quejó.
— Arrasaste
mi aldea, hace diez años.
— He
arrasado muchas aldeas. He matado a cientos de ratas como tú, maldito irlandés
¿Tu madre y hermana dices? Seguro que mis hombres dieron buena cuenta de ellas.
Alasdeir levantó la empuñadura poniendo la espada vertical.
Eric la soltó y entornó los ojos de dolor. Lentamente, recreándose en el
sufrimiento de aquel al que odiaba por encima de todas las cosas, hundió la
hoja mientras el vikingo se ahogaba en su sangre. Eric empezó a reír entre
golpes de tos sanguinolentos. Levantó el brazo y le señaló. Luego se llevó la
mano a la cabeza y se cogió el pelo largo, rojizo y pringoso. Se lo miró
sonriendo y entre estertores habló a Alasdeir.
— Eras
tú aquel niño en la playa ¿verdad? Y tu madre... tu madre... tu pelo... es
rojizo... es rojo...
Alasdeir, o no le entendió o no quiso entenderle, pero se
apresuró a sacar la espada para que la sangre fluyera más aprisa. Eric abrió la
boca en una mueca de dolor mientras el acero corría por su interior. Un golpe
de sangre manó de la herida y Eric expiró mirando a Alasdeir con el rostro
desencajado.
El irlandés se quedó hipnotizado ante el horror de la muerte de
un hombre a sus manos. Aún podía sentir como cedía la carne y los entresijos
del cuerpo de Eric a la presión de aquella negra hoja empujada por su mano.
Aquella hoja que tanta carne indefensa, o no tan inocente, había hendido
empuñada por el noruego que quizás había acabado con quien fue su padre en la
remota, y perdida ya aldea, allá en Ulaidh. El cuerpo inerme del gigante yacía,
sentado con los pantalones bajados y los genitales al aire, en esperpéntica
postura, sobre un charco repugnante de barro y sangre humeante. El pelo de
Eric, oscurecido por la sangre que ya había dejado de fluir, se desparramaba
sobre su rostro. Un pelo idéntico al suyo. Un rayo de duda cruzó la mente de
Alasdeir ¿Qué intentaba decirle el verdugo de su gente en su último aliento?
¿Qué compartían aquel cabello rubio rojizo que tanto llamaba la atención entre
los de su raza? Se negó a creer lo que se le estaba pasando por la imaginación.
No pudo continuar sus cavilaciones porque en ese instante un grito le sacó de
sus pensamientos. Los dos marinos que acompañaban a Eric se habían acercado al
extrañarse por la tardanza de su capitán.
1 comentario:
Mmmh, el sabor de la muerte. La primera víctima, la carne abierta por el metal hiriente. El pulso en el pecho y esa sensación de saborear algo con el cuerpo, una cosa que llega desde dentro, que te droga.
¿No es entrañable? O igual me paso de psicópata vvU
La espera ha merecido la pena, tío Uladh, ¡a por más!
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