— Es
un joven irlandés de pelo rubio rojizo que viene con un grupo de jóvenes
cadetes.
— Sé
de quién se trata — dijo el rey que les había recibido—. Traedlos a mi
presencia — dijo al jefe de su guardia.
Los de Connacht fueron conducidos a la torre de madera donde residía
el rey de Dyflin. Allí les preguntaron una y otra vez sobre el paradero de
Alasdeir. Ciarain, que se erigió en portavoz de los suyos estaba indignado con
los hechos. Pidió permiso al rey para regresar a Sligo, la capital del
Connacht, e informar a su rey. Ivar exigió un rehén y fue Kenneth, uno de los
mejores amigos de Alasdeir, quien se presentó voluntario. El rey quedó de
acuerdo y despidió tanto a los de Connacht como a los noruegos. Ciarain
renegaba de Alasdeir, camino de la taberna donde se alojaban.
— Alguna
razón debe tener para haber hecho eso, ¿no te fijaste como miraba ayer el barco
de ese noruego? — dijo uno de los jóvenes.
— Y
tanto interés por saber de quién era el drakkar. Creo que teníamos que haberle
preguntado cuando le vimos ayer tan preocupado y tan extraño — dijo otro de
ellos.
— Sea
como sea, Eochaid se enfadará mucho cuando se entere. Vamos a recogerlo todo y
larguémonos de aquí enseguida — dijo Ciarain, — no creo que esos galls se
conformen con lo que el rey Ivar ha dicho. No voy a esperar que vengan a
destriparme.
Todos se sumaron a la decisión y se apresuraron a salir cuanto
antes hacia Sligo. E hicieron bien pues, tan solo unas horas más tarde, un
grupo de vikingos de la partida de Eric se presentó donde se habían estado
alojando para dar buena cuenta de ellos. Se salvaron de ser perseguidos por los
norsemen porque no querían alejarse de su barco. Poco les habría costado
arrendarse unos caballos y haberles dado caza en unas horas.
Mientras sus compañeros corrían por los caminos de Laighean,
Alasdeir se hallaba escondido en uno de los muchos almacenes que formaban la
vieja ciudad de Dyflin, a orillas de las negras aguas del Liffey. Se
tranquilizó cuando tras unas horas de espera nadie le había encontrado aún.
Esperaría a la noche para salir de la ciudad y buscar la manera de llegar a
Connacht. De pronto reparó en que estaba abrazado a la espada de Eric. La
sangre del vikingo aún estaba fresca y Uladh la dejó en el suelo asqueado. Pasó
algún tiempo allí agachado entre costales de cebada y bultos. La tensión de lo
ocurrido y el no haber comido nada en casi veinticuatro horas le tenia
adormecido. Una voz le sacó del trance.
— ¿Qué
tenemos aquí? Tenemos un ladrón aquí detrás — dijo un hombre de larga barba y
el pelo largo hasta más abajo de los hombros.
El gigante noruego se agachó y le observó mientras se rascaba
la barba. Alasdeir recogió la espada para defenderse de una muerte segura si
aquellos, como creía, eran los hombres de Eric. El noruego se echó hacia atrás
y alzó las palmas desnudas en señal de paz. Un par de compañeros se le acercó.
Se trataba de un hombre alto y moreno de mediana edad y un joven de pelo
también oscuro.
— Espera
— dijo el mayor, — ¿eres tú el que ha mandado a Eric a Niflheim?
Tienes a todo Dyflin detrás de ti.
— No
os acerquéis a mí o acabaré con vosotros — musitó Uladh.
— No
tienes que temer nada. No vamos a hacerte daño — esta vez el que habló fue el
más joven —. No tardarán en encontrarte. Podríamos ayudarte si confías en
nosotros.
— ¿Porqué
tendría que fiarme? — dijo Uladh aún aferrado a la espada.
— Porque
odiábamos a Eric tanto como tú. Ese mal nacido no respetaba ni a su gente.
El joven le tendió la mano. Uladh bajó el arma y se incorporó
despacio. Los hombres que acompañaban al más joven se echaron hacia atrás para
dejarle espacio. Los dos jóvenes se asieron del brazo a modo de saludo.
— Mi
nombre es Sigurdr Sigmundsønn. Mañana salimos hacia Bergen.
Podemos llevarte a lugar seguro... si quieres.
— Me
llamo Alasdeir O’Thoghda, pero mis compañeros me conocen como Uladh. Si
pudierais llevarme hasta Sligo, seguro que el Rī Eochaid os recompensará.
— Ya
hablaremos de eso cuando estés a salvo. Ahora tenemos que pensar cómo sacarte
de aquí sin que te descubran. Ah, por cierto... te llamaré Uladh, no podría
pronunciar lo otro.
Una carreta se acercó hasta el almacén y en ella se introdujo
Uladh para ser conducido hasta el puerto. No solo la guardia de Ivar le
buscaba; también la gente del Negro andaba rastreando las calles para darle
caza. Estaba seguro que si los hombres de Eric daban con él su muerte no seria
instantánea. Pero si era el rey de Dyflin, quizás también lo entregase a los
noruegos para que tomasen venganza sobre él. De cualquiera de las maneras su
vida pendía de un hilo y este hilo era en este momento aquel joven noruego
llamado Sigurdr que le brindaba su ayuda.
Una vez llegaron hasta el puerto, fue embarcado en un drakkar
que estaba amarrado justo dos barcos más allá de el del propio Eric. Tanto era
así que debían pasar por él a través de unos tablones puestos como puente entre
unos y otros. Sigurdr decidió que era el lugar más seguro, la misma guarida del
dragón. Era el lugar donde menos se les ocurriría mirar. Para ello le
envolvieron con unos sacos de arpillera y simularon llevar algún fardo de la
carga normal de un buque a punto de zarpar. Prácticamente todo estaba preparado
para salir a la mañana siguiente y así ocurrió, cuando comenzaba a amanecer los
remos del dragón se hundieron en el Liffey y la quilla se deslizó suavemente
por sus negras aguas. Hasta que no abandonaron la costa no salió Uladh de
debajo de la toldilla donde se ocultaba. A pesar de que el mar era un plato y
el drakkar muy marinero, Uladh nunca había navegado y estaba aterrado. Aterrado
y mareado, por navegar a bordo de algo tan veloz y a través de un mar sin fin y
más profundo que el más profundo de los ríos por los que él había cruzado.
Aterrado por que iba a lomos de aquello que más temía, un dragón de madera y
maromas de cáñamo. Rodeado de la gente que más le sobrecogía, vikingos.
El joven que le había ayudado se le acercó a traerle un cuenco
con cerveza. Uladh lo rechazó con cara de asco.
— Es
lo mejor que puedes tomar para asentar el estómago. Øl
caliente.
— No
podría. La vomitaría.
— Que
va — dijo Sigurdr —. La cerveza te hinchará el vientre y no lo sentirás pegado
a la espalda. La espuma evita que el liquido se mueva dentro del estómago y te
de más sensación de mareo. El calor te reconfortará y además sirve de alimento.
El noruego le acercó de nuevo el humeante cuenco. Uladh lo
cogió y se lo acercó a los labios. Bebió un poco y puso mala cara. Aquello
sabía a orines. Él nunca había bebido aquel tipo de mejunje. La cerveza que
ellos tomaban era más suave y además fría. Invitado por Sigurdr apuró el
contenido y se recostó.
— Has
matado a un gran guerrero tú solo.
— Pensé
que también le odiabas — dijo el irlandés.
— Eso
no quiere decir que no le respetase como rival ¿Qué te hizo para que le
matases? Y de esa forma tan indigna para un norsemen.
— Hace
bastante tiempo él mató a mi padre de forma más indigna aun. Juré vengarme y
los dioses han tenido en cuenta mis plegarias. Mi vida se trastocó desde aquel
día.
— Y
más que se va a trastocar desde este momento. Seguro que su gente decretará la
Bløtrache
sobre ti. Si no tienes un poco de suerte amigo mío, estás muerto.
— Y
vosotros ¿qué cuenta pendiente tenia con vosotros?
— Es
algo muy largo de contar y que pertenece al pasado ya.
Sigurdr no le contaría que su padre, el viejo Sigmund
Sigmundsøn apodado Ravna,
era rival de Eric Mjork.
Que una vez, cuando eran jóvenes, eran vecinos de aldea hasta que fue
arrasada por el rey Harald Hårdradda de Noruega y tuvieron que buscar tierras
nuevas y convertirse en vikingos.
La costa de Connacht era alta y escarpada y solo algunos
puertos naturales, muy escasos, podían ser utilizados para el arribe de grandes
naves. Los ríos caudalosos y salvajes del reino hacían muy difícil la subida de
los rápidos drakkars. Tampoco había allí nada que interesara a los
escandinavos, por eso resultó toda una novedad cuando aparecieron las velas del
buque de Sigurdr Sigmundsøn por la bahía de Sligo. La guardia del Rī Eochaid
formó en el escueto embarcadero del puerto. Una comitiva formada por el
comandante noruego y varios de sus hombres descendió del barco y pidió ser
recibido por el Rī. Fueron escoltados al dūn y se entrevistaron con el propio
Eochaid. Fueron agasajados como si se tratase de embajadores de algún reino
exótico. Pocas visitas recibía el Rī Eochaid en su lejana ciudad de Sligo y los
extranjeros recién llegados eran un aliciente en la relajada y aburrida vida de
la corte. Tampoco era cuestión de contrariar a aquellos hombres considerados
salvajes por los irlandeses. Cabe decir que los propios irlandeses eran
considerados a su vez como salvajes por los escandinavos.
Al anochecer regresaron a su nave amarrada en el puerto.
Sigurdr levantó la cortina que cerraba la toldilla donde estaba escondido
Uladh.
— Tu
rey me ha dado garantías de que no te sucederá nada. Desea hablar contigo sobre
lo sucedido. Creo que es un hombre sincero.
— Es
un rey justo y honorable. No esperaba menos.
Al día siguiente se presentó ante el Rī junto a Sigurdr, que se
ofreció como mediador. En el oscuro salón del trono se encontraba toda la
familia real, los jefes de las tribus que estaban en ese momento en la capital
y los líderes militares con el instructor incluido. Uladh se arrodilló ante el
Rī y pidió perdón por lo ocurrido.
— No
sé qué motivos te impulsaron a matar a ese hombre, Alasdeir, pero has cometido
una grave falta. Has puesto en evidencia a tu Rī y en peligro a nuestro reino
que ya de por sí está solo en esta bendita isla.
— Os
pido perdón mi señor. No tengo palabras para justificar el hecho de haberos
fallado en una sencilla misión como la que me encomendasteis. Pero puedo
aseguraros que tenía una razón poderosa para hacerlo.
— Supongo
que así es — dijo el Rī mientras hacia una seña para que se acercara el joven
cadete que acompañó a Uladh a Dyflin —. Ciarain, tu palabra está bajo el
juramento de soldado. Contéstame, ¿medió provocación por parte del lochanann?
— No
sabría decirlo a ciencia cierta.
— Explícate.
— Uladh
se detuvo y habló con ellos. Eso para mí es ya una provocación habida cuenta
que los salvajes galls — los noruegos comenzaron a murmurar ya que
entendían bastantes palabras en gaélico. Sigurdr les calmó con un gesto —,
aprovechan cualquier ocasión que se les brinde para cometer cualquier exceso
contra nuestra gente. Yo le advertí y él no quiso escucharme, estaba como abstraído.
— Bien,
bien. Alasdeir, ¿qué tienes que decir a todo esto? — dijo Eochaid dirigiéndose
a Uladh. Éste no contestó — ¿Te hizo o te dijo algo que constituyese un
insulto? Dime algo con lo que yo pueda acudir a Ivar de Dyflin para justificar
tu conducta y fijar el precio de la sangre de ese lochanann.
— Juré
matarlo y lo hice. No me arrepiento de ello... tan solo de que haya sido de
forma que os haya insultado y no haya podido serviros como merecéis.
— Está
bien Uladh. Cuando te trajimos aquí, eras un pequeño salvaje de un reino
enemigo odiado, despreciado y aborrecido por nosotros. Te ganaste nuestra
confianza cuando salvaste a nuestra hija de una muerte segura arriesgando la
tuya propia y eso no lo vamos a olvidar. Esperarás a que envíe una embajada a
Dyflin o reciba aquí la suya para negociar tu rescate. Te dejaré libertad pero
has de prometerme que no huirás de aquí o te juro por la Diosa que yo mismo te
degollaré cuando te encuentre y no descansarás tranquilo mientras haya un soplo
de vida en tus pulmones.
Uladh asintió y se retiró acompañado del instructor. Sigurdr
pidió quedarse hasta que todo quedase aclarado y así mientras podría conocer la
zona para la posibilidad de abrir nuevas rutas de comercio. A pesar de la
reticencia de los jefes tribales a acoger a un salvaje que, según sus
palabras, podría estar reconociendo
futuros territorios de caza, Eochaid le invitó a vivir en su dūn para
formalizar una alianza con el extranjero del este.
Llamaron a la puerta del alojamiento de la tropa, era Maeve.
Los tres o cuatro cadetes que descansaban en su interior se la quedaron
mirando. Se levantaron y salieron fuera dejando solos a los dos jóvenes.
— ¿Mataste
a tu dragón? — dijo ella.
— Ahora
mi gente ha sido vengada, Maeve. Tú me comprendes ¿verdad?
— Me
prometiste que te acompañaría a hacerlo Uladh.
— Me
lo topé y no pude evitarlo. La Diosa lo puso en mi camino. Tendré que marcharme
de aquí Maeve — dijo al final cambiando de tema.
— Mi
padre hablará con ese rey noruego y le convencerá. Él es muy poderoso.
— Va
a ser muy difícil hermana, la gente de ese Eric no se va a contentar con oro.
Ese gall que me trajo aquí me lo ha dicho. Han decretado una especie de
venganza contra mí y sólo se lavará con mi sangre o la de los míos. Por eso te
pido que no se te ocurra seguirme.
— Ni
hablar, tenemos un juramento. Recuerda, allí donde te necesite acudirás tú.
Allá donde me necesites, acudiré yo.
— Esto
lo he formado yo sólo y soy yo quien debe pagar.
— Pero...
— protestó la pelirroja.
— Prométeme
que no me seguirás.
— ¿Y
no volveremos a vernos?
— Claro
que sí, pero dentro de un tiempo.
— ¿Y
adonde irás Uladh?
— Le
pediré a ese Sigurdr que me lleve con él. No parece mala gente.
— Te
convertirás en uno de ellos. Al final serás lo mismo que eso que tanto odiaste.
— Tal
vez sea mi destino Maeve, si el dragón me dejó con vida y permitió que matase
al hombre de hierro que lo guiaba, quizás quiera que sea yo el que lo monte.
— Está
bien hermano, veo que no podré convencerte. Pero recuerda, no te perdonaré
nunca el que te marches sin mí y si algún día estás en peligro y no envías a
buscarme, yo misma te mataré si no logran hacerlo esos malnacidos — dijo
llorando de rabia mientras se marchaba.
Uladh se quedó pensativo. Nunca hubiera querido separarse de su
alma gemela, pero tampoco quería arrastrarla a aquel destino que le tenían
reservados los dioses. Algún día lo comprendería.