Grandes son las cosas que le acontecieron, como grande fue al
fin y al cabo su vida.
Por la ventana, apenas cubierta por una gruesa piel, entraba el
viento helado de aquella noche de invierno. El fuego del pobre hogar en el
centro de la estancia empezaba a apagarse y trató de levantarse para echar un
madero con el que revivirlo.
Llevaba rato sentado, mirando el rápido crepitar de las llamas
y sus entumecidas piernas le dolían. No era un anciano pero su cuerpo, antaño
fuerte y vigoroso, no mostraba el lucimiento de épocas pasadas. Había engordado
bastante y hacia mucho que no montaba a caballo. Se levantó torpemente y
alimentó las llamas. La visión del fuego le recordó imágenes de hacia mucho
tiempo, de una época en la que se veía a sí mismo enarbolando una antorcha y
penetrando en una casa donde unos ojos le miraban horrorizados. Unos ojos
azules y brillantes como los suyos. Un portazo le sacó de sus pensamientos. Una
jovencita entró con un cubo de madera lleno de agua.
— Vamos padre, no ponga más leña que no hace tanto frío y no
hay madera suficiente.
La joven pelirroja que trasteaba por la casa era su hija. Una
niña de unos doce años que casi le llegaba al hombro a pesar de que él era un
gigante de casi dos metros. Su pelo como el fuego le recordaba a otra mujer,
otra muchachita que correteaba a su lado cuando era niño.
— ¡Ah, Maeve! ¿Dónde estas ahora mi querida Maeve?
Los ojos azules de la niña le miraron y él sintió la caricia de
un mar de un azul helado que rodeaba sus pies envolviéndolos de una arena
oscura y fina, de una espuma blanca y efervescente.
— ¿Quién es Maeve? —
dijo la niña.
— Alguien que conocí hace mucho tiempo. Un tiempo en que las
cosas reales eran irreales y las imaginadas eran tangibles como esos maderos.
— No os entiendo padre, siempre habláis de forma muy extraña.
— Mi querida Sinead, mi niña amada, yo nací en una época remota
donde aun había trolls y hadas y los seres de la naturaleza se dejaban ver.
— ¿Trolls, hadas, elfos? Eso son cosas de cuento padre. El
hermano Adrian dice que no debemos creer en supercherías paganas y cuentos de
brujas.
— ¿El hermano Adrian? Que sabrá él que no ha salido más allá de
lo que abarca su enorme nariz. ¿Acaso ha navegado por el océano o ha conocido a
las gentes del norte que cruzan el mar sobre dragones envueltos en la bruma y
rodeado de los hielos del infierno?
— Pero padre, siempre está con lo mismo. Debería ir a la
iglesia, allí nos habla de lugares maravillosos donde iremos cuando...
— Cuando hayamos muerto — cortó — Yo te hablo de lugares reales...
o al menos así lo eran. Hoy quizás estén cubiertos con la niebla del olvido de
las gentes.
— Déjelo padre, no le entenderé. En fin, voy a acabar de lavar
está ropa. Espero que pueda secarse antes de que vuelva a llover.
— Algún día sabrás toda la verdad de mi vida hija. No siempre fui un granjero.
La niña se puso en jarras negando con la cabeza mientras su
padre se recostó con los ojos llenos de fantasía, de una fantasía creada tal
vez por su imaginación enferma. O eso pensaba ella.
El pequeño Ian jugaba con un trozo de madera imaginando que era
un caballo. Tendría dos años menos que Sinead. Ambos se parecían mucho y su
padre decía que tenían los mismos ojos de su madre. Siobahn murió cuando dio a
luz a Ian y desde entonces se habían criado con su padre y un viejo criado
llamado Ardrid. Tenían una casa pequeña de techumbre de brezo como era común en
el país. Algunas ovejas y un par de vacas, gallinas, ocas y un poco de terreno
donde cultivaban hortalizas, con las que escasamente sobrevivían. Sinead se había
hecho pronto el ama de su casa y hacia todos los trabajos que le correspondía
como mujer. Entre tanto Ian ayudaba en lo que podía a su padre con los animales
y llevando al mercado del pueblo los pocos productos que cambiaban por cosas de
las que ellos carecían. Nadie le conocía cuando llegó desde el Ulster hacía
ahora unos dos años. El pequeño pueblo de Cill Chainnigh (1) les
acogió sin preguntas. Por su atuendo y sus formas pensaban que bien podía
tratarse de un gall, un extranjero. Todo lo contrario a un gael,
un autentico irlandés, aunque nadie imaginaba que había nacido no lejos de
allí. El hermano Adrian iba cada semana hasta su casa para tratar de acercarlo
a la iglesia y hablarle de Dios y su obra, pero siempre se negaba cruzado de
brazos aunque la pequeña Sinead le rogase una y otra vez.
— Trátame con respeto. Tú no sabes nada de nada.
— Pues va siendo hora de que sepa. No sé a qué tanto misterio. Me sacas de quicio — gruñía Sinead dando un portazo.
Pero no era ni el momento ni la ocasión de revelar su vida y
todo lo que había sido el mundo para él. Para Sinead el mundo se reducía a
aquel pedazo de tierra y a su aldea, así que no recordaba nada que no fuera su
vida allí. Era feliz y para él era lo principal. No habría permitido que nada
ni nadie hubiese podido hacerle daño ni tampoco le habría gustado que hubiese
vivido lo que él. Por eso ocultaba su pasado incluso a ella.
Aún recordaba cuando cierto día en que le sorprendió con su
vieja espada en la mano y quedó tan asustada como sorprendida. Jamás vio a un
granjero con espada y para ella eso era no sólo algo inaudito sino peligroso.
Es verdad que alguna vez habían sufrido ataques de piratas escandinavos o de bandidos
y perseguidos, pero se habían defendido refugiándose en la torre. Nadie en Cill
Chainnigh usaba espada. ¿De donde la había sacado? El hermano Adrian le decía a
Sinead que no debía forzar a su padre pues intuía que había algo en su pasado
que debía estar torturándole y a buen seguro, cuando llegase el momento ella lo
sabría. El joven Ian nada parecía saber de todo ello o al menos no decía nada
al respecto.
El anciano Ardrid que dormitaba como siempre al sol tampoco
abría la boca para decir nada. Sinead cada día estaba más y más contrariada
porque, el pasado de su padre también era suyo. Ella no pudo ver cuando el
hermano Adrian y algunos de sus vecinos se enfrentaron a su padre por no querer
enterrar cristianamente a su madre. Cuando cierto día le preguntó si había
amado a su madre él le respondió de una forma que quedó clavada en su corazón.
Si ella estuviese allí seguramente nada sería como es.
Los días pasaban y con ellos el invierno. Llegaba la época de
la siembra y el hombre roturaba sus tierras junto a su hijo Ian. El pequeño
tiraba del buey que hacia dos años habían comprado en la feria del ganado y su
padre empujaba el arado al cual estaba enganchado. Su hija les observaba
mientras tendía alguna ropa y el viejo Ardrid, como siempre, dormitaba al sol.
Era sábado y el tímido sol de una recién estrenada primavera calentaba
tímidamente la tierra. Por el camino, Sinead vio subir al hermano Adrian. Se
agarraba el borde del hábito y rezongaba mientras se secaba el rostro.
— Dios os bendiga — dijo al llegar.
Ian saludó con la mano desde lejos y su padre se limitó a alzar
la barbilla. Sinead se apresuró a besar su mano y se arrodilló levemente ante
él.
— ¿A que debemos su visita hermano, os apetece una jarra de
cerveza? — dijo Sinead con cortesía.
— ¡Sinead! — gritó su padre — ya sabes que no tenemos nada de
sobra.
— No hagáis caso hermano, pasad y tomad un refrigerio.
— Gracias niña, hace ya demasiado calor — dijo el clérigo.
— No tanto como en ese infierno que tanto os gusta proclamar — gruñó Ardrid sin apenas abrir los ojos.
El monje se limitó a sonreír y pasó dentro de la casa.
— ¿Y bien hermano, que os trae a nuestra casa? — dijo mientras
escanciaba un poco de cerveza en una jarra de madera — No esperareis convencer
a mi padre de que vaya mañana a misa ¿verdad?
— Eso seria un gran logro para mí — dijo al tiempo que el padre de Sinead entraba a la casa secándose el sudor. — Pero no, no es eso — hizo una pausa y bebió un trago — se trata de un extranjero, un hombre que ha venido desde Loch Garman.
Loch Garman era un viejo puerto que no hacia ni cien años había
sido conquistado por noruegos y le habían dado el nombre de Weisafjord
(2), “el fiordo de la playa”. Todo aquel que deseara llegar por mar a
Cill Chainnigh, tenía su puerto más cercano en Weisafjord.
— Ha preguntado por ti, Alasdeir — por primera vez en mucho
tiempo alguien decía su nombre — por prudencia no le dije donde vivías pero, no
dudo que lo averiguará pronto. Por si acaso yo vengo a prevenirte.
— Pues ya lo has hecho — dijo el hombre secamente — ahora que ya has bebido mi cerveza y te has refrescado, sigue tu camino.
El hermano Adrian se levantó sonriendo amigablemente.
— Sólo deseo el bien de tu familia como el de toda la
comunidad.
— No hagáis caso hermano — dijo Sinead solicita. — Mi padre
tiene mal genio pero no es malo. Sólo un tanto cascarrabias — añadió al tiempo
que lanzaba una mirada ceñuda a su padre.
— No te preocupes niña, ya me iba. Alasdeir, si necesitas ayuda ya sabes que puedes contar con la asamblea.
Alasdeir gruñó y Adrian salió de la casa encaminándose hacia el
pueblo. En la casa se hizo el silencio. Ian que había estado oyendo todo se
acercó a su padre.
— Padre, si ese hombre viene le estaremos esperando.
Defenderemos la casa. Sinead tu no te preocupes — dijo subiéndose los
pantalones.
— Cállate mocoso, menudo defensor. Padre ¿tu sabes quién es ese hombre? Debes decirnos si tenemos algo que temer.
Alasdeir estaba agachado sobre una olla hirviente de nabos y
remolacha. Miró a Ardrid y este asintió.
— No sé quien es pero no tardaremos en averiguarlo. Mañana
bajaré al pueblo y le buscaré. Siempre es mejor enfrentarse a los hechos que
esperar a que ellos te sorprendan.
— Yo te acompañaré — dijo Ian.
— Tú te quedarás cuidando de tu hermana. Si me sucediera algo, alguien debe quedarse como jefe de la familia — dijo con una sonrisa. — Y ahora vamos a comer que es tarde ya.
Sinead suspiró y sin mucho convencimiento se dispuso a servir
el potaje.