Alasdeir O'Thoghda, apodado en el pueblo Roy por su pelo rojo,
era huraño y distante desde que le conocían. Llegó con su esposa Siobahn haría
veinte años. Ella era una mujer de tez blanca como el mármol, como así mismo
era su hija Sinead. Nadie le preguntó de dónde venia, ni porqué. Sabían que de
algo huía, pues cada vez que alguien subió el camino a ofrecerle alguna cosa,
él le recibió espada en mano. Aquella enorme espada de hoja tan negra como la
noche. Pero poco a poco, se acostumbraron a ello y él también debió hacerlo
porque desde hacia mucho nadie le vio armado mas que con el azadón. Alasdeir no
solía bajar al pueblo mas que para intercambiar alguna cosa y eso era muy de
vez en cuando. Por eso todos se extrañaron de verlo allí aquella mañana y sin
su inseparable Ian, el pequeño de diez años que parecía formar parte de sí
mismo. Alasdeir traía del ronzal su caballo pequeño y nervioso y lo ató en la
puerta de la taberna del viejo Duncan O'Faolain. Si alguien nuevo llegaba al pueblo
y no tenia donde quedarse ni conocía a nadie, ese era el único lugar de
todo Cill Chainnigh donde poder
alojarse. Se asomó al interior por la única abertura de la cabaña y la estancia
se oscureció de tal modo que los seis que estaban dentro se volvieron excepto
uno. Alasdeir reconoció a los otros cinco como habitantes del pueblo. El viejo
Duncan y su hijo, Ciaran el del molino y los dos hermanos Mac Cathain.
Inevitablemente su mirada fue hacia el sexto hombre que aun permanecía sentado
y de espaldas a la puerta.
— Buenos días Roy — dijo el viejo Duncan. — ¿Qué te trae por
aquí?
— Me
andas buscando — dijo Alasdeir sin hacer caso al saludo del tabernero — bien,
aquí me tienes.
El hombre continuó bebiendo lentamente su sopa haciendo
bastante ruido al sorberla del cuenco. En la taberna se hizo el silencio. El
extraño bebió el último sorbo y se giró lentamente. Su rostro dibujaba una
sonrisa lobuna y una enorme cicatriz le recorría su mejilla derecha hasta la
ceja señalando un horrible hueco en la cuenca vacía del ojo. Trataba de
ocultarlo con el negro y grasiento cabello, pero Alasdeir no necesitaba verlo
para recordar su desagradable visión.
— Ya no me esperabas ¿no es cierto?
— La verdad, esperaba que te estuvieses pudriendo en la barriga
de alguna alimaña.
— Vaya, también yo me alegro de verte — dijo al tiempo que se
levantaba y se colocaba frente a Alasdeir mirándole de arriba abajo.
— Dime lo que quieres de mí antes de desaparecer para siempre.
— Vaya, Blåansikt — dijo rodeándole lentamente y observando la
figura gastada aunque imponente aún de Alasdeir — ¿Y vas a ser tú quien me haga
desaparecer?
— Hace mucho que nadie me llama Blåansikt.
— ¿Es que aquí nadie te conoce verdaderamente... Blåansikt?
— Cierra
tu boca hiena, siempre tuviste la
boca grande, lástima que nadie te la cerró... aún. Dime ya qué quieres o vete.
Los presentes no salían de su asombro. ¿Quién era aquél
extranjero norteño y de qué conocía a Roy, por qué le llamaba con ese nombre
extraño y lo más importante, qué venia buscando según el propio Roy O'Thoghda?
No obstante ninguno se atrevía a mover un solo músculo.
— Sabes bien lo que busco, no te hagas el tonto. Para ti es una
carga, ya lo dijiste una vez —El tuerto sonreía y acariciaba el pomo de su
espada.
— ¿Porqué vienes buscando algo que ya no pertenece a nadie, ni
a nadie debe pertenecer? Además ya no hay nada allí. Sólo ruinas y fantasmas.
— Vamos
Blåansikt, sabes que esa corona es importante. No es un simple aro de hierro.
Es el respeto de todo el norte, de todas las gentes que allí moran. Me
pertenece. Luché por ella una vez y por llevarla también. Es mía y nadie podrá
arrebatármela ahora que su anterior dueña ha muerto.
Alasdeir recordó como un relámpago en su mente cuando cierto
día no muy lejano recibió otra visita en su pequeña granja. Un hombre alto y
rubio con la oreja llena de argollas y los brazos tatuados atravesó el pueblo
junto a una pequeña escolta armada. Ejnar, pues así se llamaba, llevaba el pelo
corto y una pequeña barba tan rubia que apenas se distinguía de su blanca piel.
Los ojos del norteño eran tan claros como si estuviesen hechos de puro hielo y
su mirada tan fría como tal. Cuando llegó a la granja, Alasdeir le saludó
efusivamente como si le conociese de tiempo. Sinead no perdió detalle de todo
aquel acontecimiento y aun de lejos pudo oír parte de la conversación.
El tal Ejnar llevaba en su mano una vasija de barro y colgado
del hombro un zurrón de cuero profusamente repujado. Lentamente se lo entregó a
Alasdeir e intercambió algunas palabras
con él que escaparon al oído de Sinead. Alasdeir agachó la cabeza y apretó
contra sí la vasija como si fuera un bien muy preciado. El rubio norteño posó
su mano sobre el hombro de Alasdeir como si le consolara. Sinead aguzó el oído.
Alasdeir abrió el zurrón y saco de su interior un hato de tela
que desenvolvió lentamente. De su interior sacó una especie de aro metálico de
color oscuro. Lo sostuvo unos segundos y lo envolvió de nuevo devolviéndolo al
zurrón. Introdujo una mano en la vasija y la sacó con un fino polvo gris. Llevó
su mano a los labios y cerró los ojos. Tras aquella visita Alasdeir estuvo
varios días sin dormir y sin hablar. Sinead
imaginó que debían ser las cenizas de alguien muy querido por su padre
pues estaba demasiado abatido. También imaginó que debía ser alguien del este
puesto que en aquella parte del mundo aun solían quemar a los muertos, una
práctica que los buenos cristianos abominaban. Del aro metálico jamás volvió a
saber nada.