Sinead descargaba un poco de heno para alimentar al buey que
les servia en el arado cuando oyó acercarse un carruaje. Distinguió a su
hermano Ian y al hermano Adrian y dos o tres hombres más. Se colocó la mano a
modo de visera para escudriñar los rostros pero, ni por su porte ni por su cara
pudo encontrar a su padre. Se acercó a ellos lentamente saludando con la mano.
Ian venia cabizbajo abrazado al sacerdote y en el carromato se adivinaba un
bulto cubierto de una sabana. Inmediatamente se detuvo, sus peores temores se
hicieron realidad. Se sintió mareada y se sentó en un mojón del camino a
esperar lo inevitable, la llegada de aquella lúgubre comitiva. Tenia los ojos
arrasados de lágrimas cuando llegaron a ella.
— Sinead, hija mía. Ten valor, ya nada puede hacerse — dijo el
hermano Adrian agachándose ante ella mientras Ian se le abrazaba sollozando.
— Quise ayudarle, hermana, quise ayudarle pero él le mató. Sólo
pude herir a ese mal nacido.
— Ian cuida tu lenguaje. Llevemos a padre a casa — dijo Sinead
tratando de recobrar la compostura.
Llegaron a la puerta de la casa y entre los hombres bajaron el
cadáver de Alasdeir y lo colocaron sobre una mesa para amortajarlo y lavarlo.
En ese momento entró Ardrid, el viejo criado de la casa. Desde la puerta se
cubrió los ojos con la mano y salió afuera con las uñas clavadas en la palma de
la mano. El pequeño Ian salió tras él.
— Ardrid, mi padre me dijo antes de morir que tu sabrías que
hacer. Que te siguiéramos siempre.
— ¿Quién hizo esto? — murmuró — ¿cómo era y como se llamaba el
rufián que ha matado al... a tu padre?
— Flintan, un hombre mal encarado y tuerto. Le herí en una
pierna, Ardrid, y le hubiera matado de no ser por que salió huyendo cuando
llegó el hermano Adrian y los demás.
Ian tenia levantado un puño y Ardrid le acarició el pelo rubio
con una desdentada sonrisa.
— Vamos adentro, hay que honrar a tu padre como se merece, como
a él le hubiera gustado.
Juntos entraron mientras habían llegado varias mujeres que
ayudaban a lavar la herida y el cuerpo del otrora lleno de vida Alasdeir. El hermano
Adrian de rodillas junto a la joven Sinead rezaba con las manos unidas sobre su
rostro.
— No gastes tus inútiles balbuceos fraile, a él no le sirven —
dijo Ardrid y Sinead le fulminó con la mirada.
El hermano Adrian detuvo a la chica cogiéndola del brazo y negó
entrecerrando los ojos. Se persignó y se levantó pesadamente.
— Nunca está de más una oración Ardrid. De todas formas no te
preocupes, sé que Alasdeir era un caso perdido y que no descansaría en paz si
no le hiciéramos un entierro como a él le hubiese gustado. Prepara la pira y
Dios sabrá perdonarle si tenia el corazón limpio.
Sinead iba a protestar pero el fraile la tomó por los hombros y
la sacó fuera. La convenció de que lo importante al fin y al cabo era como su
padre hubiera vivido y no como había muerto y como estuviese enterrado. Desde
que llegara a Cill Chainnigh nunca tuvo una pelea ni nadie tuvo nada que hablar
mal de él. Con ellos se comportó siempre como un buen padre y por tanto, Adrian
estaba seguro de que iría a un buen lugar ahora que estaba muerto.
Ardrid amontonó una pila de leña al borde de un barranco
cercano a la granja. Soplaba una ligera brisa de los montes cercanos. Hasta
allí subieron el cadáver de Alasdeir vestido con un traje de cuero ajado que
sacó Ardrid de un arcón. Cubierto con una gruesa capa de piel de oso, blanca
como nieve, y con la espada de Flintan a sus pies, ardió Alasdeir hasta
consumirse y quedar reducido a cenizas y polvo. A unos metros estaba Ardrid
vestido como un hombre del Este, un noruego, con su espada en el cinto y a su
lado Ian que portaba la negra espada de su padre. Sinead les veía desde lejos,
pues no había querido participar aunque no quería faltar al último adiós a su
progenitor, por muy pagano que fuera el ritual. El anciano recogió las cenizas
y las mezcló con aquellas que hacia algún tiempo trajeran aquellos hombres del
Este [5].
— Ian, tenemos que recogerlo todo y marcharnos. Hemos de hacer
el último gesto por ellos — dijo sopesando la vasija que contenía los restos de
su padre y de otra persona. — Además ya no es seguro estar aquí.
Sinead llegó hasta ellos y oyó al viejo Ardrid. Abrazó a su
hermano.
— Ni hablar, no dejaremos la granja que tanto esfuerzo nos
costó levantar. Aquí está enterrada mi madre. Aquí enterraré a mi padre y aquí
viviremos hasta que nos toque acompañarles al más allá.
— Si os quedáis aquí no dudes que será más pronto que tarde
pequeña Sinead. Ese Flintan no tardará mucho en venir a reclamar lo que cree
que es suyo.
— Tiene razón hermana, tu no sabes la bestia que mató a padre.
Él me aconsejó que siguiéramos a Ardrid siempre, que él sabría que había que
hacer — añadió Ian.
— Tu no eres más que un niño Ian, no tienes idea de...
— ¿Y qué eres tú Sinead, una mujer tal vez? — cortó el pequeño.
— yo sólo digo lo que nuestro padre quería que hiciéramos.
— Él ya no está aquí, no tiene que dejar su casa y lo que
conoce.
Sinead se echó a llorar. Ardrid la abrazó, no era en el fondo
más que una niña y acababa de perder su único amparo. Ian se abrazó a su
hermana.
— No os preocupéis que yo cuidaré de vosotros.
Al día siguiente sin más dilación, Ardrid comenzó a empacar lo
necesario para partir. Pese a los esfuerzos del hermano Adrian por convencerle
de que estaban seguros allí mientras el pueblo les ayudase, no cejó en su tarea
y obligaba a los niños a andar raudos para tenerlo todo preparado para partir
al día siguiente.
— Recapacita viejo loco, ¿adonde iras con dos criaturas y sin
una simple moneda en la bolsa? Aquí tendrás ayuda.
— ¿Ayuda? Tu no tienes ni idea de quien es Flintan McAnder y de
lo que será capaz por recuperar lo que quiere. Cada minuto que estamos aquí es
un paso más cerca de hacer compañía a Alasdeir “Roy” O'Thoghda. — Ardrid
continuaba metiendo bártulos en el carromato que sirviera para traer el cuerpo de
su amigo.